CAPÍTULO 81 : Padre vs hijo-4
La lluvia caía fina sobre Vladslavia, pero en el epicentro de la plaza imperial el agua apenas era un adorno: lo que sacudía el aire era el choque de padre e hijo. Fénix y Azazael dieron un paso al frente, y en el instante siguiente la realidad se desbordó en ráfagas de movimiento.
Puño tras puño, patada tras patada, golpe tras golpe.
El ojo humano era incapaz de seguirlos: solo se escuchaban los estampidos, los estruendos del pavimento resquebrajándose, el eco metálico de la presión atmosférica rompiéndose a cada impacto. A la multitud, todo les parecía un borrón de sombras que chocaban y retrocedían, volviendo a colisionar con más violencia, como dos tormentas comprimidas en carne.
En lo alto, en la terraza de un viejo edificio a medio restaurar, Darem observaba con la calma que solo da la experiencia. Sus ojos, entrenados y marcados por siglos de batallas, podían distinguir cada movimiento, cada detalle en esa danza imposible. Cruzó los brazos, apoyándose contra la barandilla con una media sonrisa de asombro.
—Increíble... —murmuró para sí, y luego en voz alta, como si alguien más pudiera escucharle—. Este no es el mismo Fénix que yo conocí hace apenas unos meses.
Su mirada se endureció, pero en sus labios permanecía un gesto casi paternal.
—Recuerdo a aquel muchacho perdido, iracundo, con fuerza bruta, sí, pero con el control de un cachorro. Sus ataques eran desordenados, su mente era una tempestad sin dirección. Podía golpear fuerte, pero no entendía cómo golpear bien. Y ahora... —chasqueó la lengua con un gesto de genuino asombro— ahora veo a alguien que ha entendido el valor de la disciplina. No solo fuerza: técnica, lectura, instinto refinado en semanas, como si algo dentro de él hubiera despertado.
Darem dejó escapar una risa breve, cargada de cierta nostalgia.
—No es normal. Nadie, absolutamente nadie, evoluciona así de rápido. Ni los engendros originales alcanzaron semejante ritmo. Y, sin embargo, aquí está... mostrando que no solo es fuerte: está destinado.
Apoyó ambas manos en la barandilla, inclinándose hacia adelante mientras seguía el ritmo de la batalla.
—Fénix Rogers... sin duda, eres la reencarnación del Décimo Nacimiento. Aquel que jamás llegó a ver la luz. El engendro que no nació, que quedó sellado en el vientre de la creación, ha encontrado en ti su camino. Eso explica tu resistencia al suero, tu cuerpo adaptándose a la perfección, tu espíritu negándose a morir incluso cuando tu corazón deja de latir. No es azar, no es suerte: es legado.
El veterano entrecerró los ojos, evaluando cada movimiento.
—¿A cuánto está Fénix de su máximo? Difícil medirlo, pero si tuviera que poner números... ahora mismo apenas está al treinta por ciento de lo que puede llegar a ser. Treinta. Y ya está peleando de igual a igual contra Azazael, el coloso entre colosos. Imaginen lo que ocurrirá cuando alcance el sesenta... el ochenta... cuando llegue al cien, ni siquiera la historia recordará un combate comparable.
Darem exhaló lentamente, como si tratara de soltar el peso de esa certeza.
—Lo he visto con mis propios ojos: cada batalla lo moldea, cada derrota lo afila, cada herida lo convierte en algo nuevo. No es el mismo de ayer, ni será el mismo mañana. Y eso, eso es lo que lo hace aterrador. Porque aún no sabemos qué significa un Fénix Rogers en su plenitud.
Y mientras en la plaza los golpes seguían tronando como cañones invisibles, Darem fijó la vista en aquel borrón de movimientos imposibles y concluyó con voz grave, casi reverencial:
—Está destinado a superar todo límite. Y cuando eso ocurra... no habrá quien lo detenga.
El aire estaba cargado de tensión eléctrica. Cada choque entre Fénix y Azazael retumbaba como un trueno, levantando ondas de choque que hacían temblar las ventanas de los edificios cercanos. El círculo de espectadores contenía el aliento, incapaces de apartar la vista de aquella lucha imposible.
Fénix, jadeando, con la camisa hecha jirones y la sangre escurriendo por la comisura de los labios, se lanzó hacia adelante con un rugido que más parecía el bramido de una bestia. Su padre lo recibió con una sonrisa torcida, confiado, con ese aire invencible que parecía indestructible.
Pero esta vez Fénix fue más rápido. Esquivó un directo, se metió bajo el guardia de Azazael y, en un movimiento fluido, giró su cuerpo para enganchar el brazo de su padre. Con fuerza y técnica, logró tomarle la articulación y aplicar presión en el hombro.
Azazael arqueó una ceja, sintiendo la tensión en sus tendones.
—¿Una llave? —rió con voz cavernosa, como si aquello fuera un juego infantil—. ¿De verdad crees que puedes doblegar este cuerpo?
Fénix apretó los dientes, sudor y sangre mezclándose en su rostro.
—Si no aflojas, te lo disloco aquí mismo... —gruñó con ferocidad, hundiendo más presión en la articulación, con las venas marcándose en sus brazos.
Por un instante, la multitud enmudeció. Azazael, con el brazo casi al límite, inclinó la cabeza hacia su hijo. Y entonces soltó una carcajada profunda, tan desbordante que retumbó en la plaza.
—¡Así me gusta, mocoso! —tronó, con una satisfacción perturbadora—. Pero aún no has entendido... que yo no necesito un solo brazo para aplastarte.
En ese instante, Azazael clavó su otro puño contra el suelo. El pavimento estalló como si hubiera detonado un explosivo, levantando una nube de polvo y fragmentos de piedra. Y en el mismo movimiento, con un golpe ascendente, descargó su brazo libre contra el torso de Fénix.
El impacto fue brutal. El joven salió disparado, como una bala de cañón, atravesando el aire hasta chocar contra un coche estacionado a varios metros. El metal del vehículo se arrugó como papel, la alarma estalló en un pitido agudo, y el cuerpo de Fénix quedó encajado en el capó destrozado.
El público rugió de asombro, incapaz de decidir si estaban presenciando un combate o un cataclismo.