CAPÍTULO 82 : Padre vs hijo-5
En el hotel, la pantalla del televisor iluminaba tenuemente la habitación. Enid, todavía con el cabello húmedo tras la ducha, se encontraba sentada en la cama con una toalla enredada a medias sobre los hombros. Sus ojos estaban clavados en la transmisión que mostraba, aunque borrosa por las interferencias y la distancia de las cámaras, la brutal pelea entre Fénix y Azazael.
El rostro de Enid se mantenía serio, pero en su mente una tormenta de pensamientos se agitaba:
"Lo sabía… tarde o temprano iba a pasar. Siempre huye de esa sombra, siempre niega lo que corre por su sangre… pero hoy está frente a ello. Frente a la verdad. ¿Cómo voy a detenerlo yo, si ni siquiera él puede?"
Apretó los dedos contra la sábana, conteniendo una mezcla de rabia y miedo.
"No me gusta verlo así… no es el mismo Fénix que sonríe de lado cuando vuelve de una misión, ni el que me toma de la mano como si no hubiera mañana. Ese no es el hombre con el que comparto las noches. Ese es un hijo frente a su padre, y un guerrero que lucha contra sí mismo."
Por un instante, tragó saliva y sintió un nudo en el pecho.
"Si gana… puede que lo pierda. Si pierde… también lo perderé. Porque en esta pelea no se trata de sobrevivir, sino de qué clase de hombre va a ser después de que acabe."
El sonido metálico de los golpes atravesando la señal de la transmisión hizo eco en su cabeza. Enid respiró hondo, y con una voz apenas audible murmuró:
—No te rompas, Fénix… no delante de él. Demuéstrale quién eres.
Con esa súplica silenciosa, sus ojos no se apartaron ni un segundo de la pantalla, como si con solo mirar pudiera darle fuerza.
Azazael mantuvo la mirada fija en Fénix como quien observa una prueba a punto de concluir. La lluvia perlaba su rostro sin apenas moverse; había en su sonrisa una calma que helaba más que cualquier grito.
—Ha sido divertido —dijo, en voz baja, como si contara el final de una fábula—. Pero ahora viene lo que importa. Esto definirá todo. Si aguantas… demostrarás que eres de mi sangre. Si no… bueno, lo sabremos.
No esperó respuesta. En un movimiento tan rápido que muchos lo sintieron sin haberlo visto, se plantó junto a su hijo, rodeándolo con un brazo que parecía forjarse de hierro y piedra. Fue un abrazo, al principio: cercano, casi íntimo. Fénix, jadeando y húmedo de sangre y lluvia, creyó por un segundo que era una tregua.
Azazael apretó. Al principio, la presión fue controlada, dictada por la intención de medir. Fénix notó cómo el aire iba siendo desplazado de sus pulmones, cómo la caja torácica cedía en un patrón rítmico, como si el mundo se comprimiera por capas. La gente alrededor dejó de murmurar; los latidos colectivos de la plaza se volvieron un tambor sordo.
—No es solo fuerza —murmuró Azazael muy cerca del oído de Fénix—. Es la lección de cómo dominar a alguien desde dentro. No todo se hace con un golpe. A veces se anula la voluntad ahogando el cuerpo. Y tú... aprenderás como quiero que aprendas.
La presión aumentó poco a poco, sin estridencias, calculada. Fénix intentó tomar aire, pero la mano de Azazael cerraba los espacios entre costillas como doblando barro. Primero crujieron unas costillas en un punto agudo, un sonido seco que más que romper distorsionó el ritmo de su respiración. Luego vinieron más crujidos —pequeñas fracturas que se propagaban como la rama que cede bajo el peso—. Cada interrupción del aire era una pequeña muerte y una prueba a la vez.
El abrazo dejó de ser abrazo y pasó a ser prensa. Azazael no apretaba de golpe; apretaba por capas: clavículas que cedían con un chasquido distinto al de las costillas, la espalda que se arqueaba, vértebras que se retorcían bajo la torsión y el peso. Fénix sintió —más que oyó— el ecosistema de su propio esqueleto desordenándose: crujidos, desplazamientos, astillas de dolor que viajaban desde la garganta hasta las caderas.
—Sentirás cómo se entregan uno por uno —dijo Azazael, con una voz que no pretendía consuelo—. Las costillas se doblarán, te harán daño primero para que aprendas a no depender del llanto. La clavícula puede fracturarse y clavarse como un aviso. La columna... presta atención a la columna: si cede en torsión, te mermará el cuerpo y la mente. Así se enseñan las limitaciones, y así se mide la resistencia.
Fénix empezó a gritar, un sonido que partía su garganta. El aire ya no entraba; su rostro se volvía rojizo, después morado. La presión atacaba su caja torácica y, por reflejo, su corazón latía con violencia imposible. Azazael aumentó apenas la compresión, y el grito de Fénix se volvió un aullido que desgarró la noche.
—¿Lo sientes? —preguntó Azazael con cierta satisfacción clínica—. Cada hueso que cede es una lección que te endurece. No busco matarte ahora. Busco moldearte. Que cada fractura te recuerde quién tolera y quién es tolerado.
Las costillas seguirían fracturándose en secuencia si Azazael continuaba: pequeñas fisuras que acabarían en fracturas por compresión, segmentos del esternón sometidos a presión hasta rajarse, clavículas doblándose como ramas viejas. La columna, expuesta a torsión y compresión, corría el riesgo de sufrir desplazamientos vertebrales —heridas capaces de afectar respiración, movilidad, hasta el control neurológico. Esa era la precisión del ataque: dolor focalizado que castiga la estructura, no la vida inmediata, para imponer una lección corporal y psicológica al mismo tiempo.
Fénix, con el rostro desencajado por el esfuerzo inhumano de luchar por cada suspiro, intentó agarrar la muñeca que lo estrangulaba, quiso empujar, quiso morder. Su visión se llenó de destellos blancos. La plaza se había convertido en un anfiteatro de un silencio aterrador; nadie intervenía.
Azazael, notando el tambaleo, aflojó por un instante la presa y dejó que la gravedad hiciera el resto: Fénix cayó hacia delante, tosiendo, con costillas que dolían como si dentro de ellas ardiera fuego. Respiraba con dificultad, con la voz rota en bocanadas.