Code Fénix Maximum

CAPÍTULO 83 : Muchas lunas llenas antes

CAPÍTULO 83 : Muchas lunas llenas antes

Mediados del siglo XVII, en las afueras de un pequeño pueblo de la antigua Alemania, la vida transcurría con la calma propia de las estaciones. Ben Roger, un hombre curtido por los años y la faena, trabajaba todavía en el campo, aunque su espalda ya no tenía la fuerza de antaño. A su lado, su hijo Karolus Roger, un joven de poco más de treinta años, lo ayudaba con las tareas más duras: arar la tierra, cargar la leña, recoger las herramientas.

El día había sido largo, y cuando el sol comenzó a declinar tras los tejados del pueblo, Karolus dejó a su padre sentado a la sombra de un viejo roble. Ben, con la frente perlada de sudor y la barba canosa desordenada, lo despidió con una sonrisa cansada.

—Ve, hijo. Compra pan antes de que cierren la tienda. Yo aguardaré aquí un poco, el aire del atardecer es lo único que me alivia estos huesos.

Karolus asintió y se encaminó hacia el corazón del pueblo. Su andar era firme, vestido con una camisa de lino remangada, pantalones de trabajo y botas algo gastadas, pero su porte era el de un hombre que todos reconocían.

Las calles empedradas vibraban con la vida de la comunidad: los niños corrían detrás de una pelota de trapo, las mujeres conversaban cerca del pozo, y el olor a pan recién horneado flotaba en el aire. Karolus entró en la panadería, y el panadero, un hombre corpulento con bigote espeso, lo saludó con entusiasmo.

—¡Karolus! Justo a tiempo, aún tengo hogazas calientes.

—Perfecto, Hans —respondió él, estrechando su mano—. Mi padre las estaba esperando desde esta mañana.

Al salir con el pan bajo el brazo, se encontró con dos de sus amigos de toda la vida: Matthias y Otto, quienes charlaban apoyados en un barril junto a la taberna.

—Míralo, siempre con prisa el buen Karolus —dijo Matthias con una risa franca.

—Seguro que tu padre te sigue poniendo a trabajar más que a un mozo —añadió Otto, dándole una palmada en la espalda.

Karolus sonrió, acostumbrado a las bromas.

—Él ya ha hecho su parte en esta vida. No me pesa ayudarlo.

Conversaron un rato, hablando del campo, de los animales y de las pequeñas noticias del pueblo. Finalmente, Matthias le lanzó una mirada pícara.

—Karolus, dime la verdad… ¿Hasta cuándo vas a hacerte el desentendido?

—¿A qué te refieres? —preguntó él, arqueando una ceja.

—A Elizabeth, la hija de la partera —intervino Otto con una sonrisa cómplice—. Todos saben que os lleváis bien, y no eres precisamente un muchacho ya.

Karolus se encogió de hombros, aunque no pudo evitar sonrojarse apenas.

—Elizabeth es una buena mujer, no lo niego. Pero aún no he pensado en sentar cabeza.

—¡Pues ya deberías! —rió Matthias—. Esa muchacha es lista, trabajadora y bonita. Te vendría bien alguien como ella en casa, antes de que termines tan viejo y testarudo como tu padre.

Los tres rieron juntos, mientras el cielo se teñía de tonos dorados y carmesí.

El camino de regreso a casa era tranquilo. El canto de los grillos llenaba el aire, y la luz anaranjada del crepúsculo se apagaba poco a poco sobre los campos. Karolus avanzaba con el pan bajo el brazo, pensando aún en las bromas de sus amigos, cuando la silueta de la vieja cabaña apareció entre los árboles.

La puerta de madera estaba entreabierta, y un aroma familiar escapaba de su interior: guiso caliente, preparado con lo poco que tenían, pero suficiente para reconfortar el cuerpo tras una jornada larga.

Al entrar, Karolus encontró a su padre, Ben Roger, sentado en la mesa de madera rústica, ya dispuesto con dos platos servidos. Una lámpara de aceite proyectaba sombras temblorosas en las paredes.

—Has tardado, hijo —dijo Ben con voz grave pero tranquila, aunque sus labios dejaban entrever una sonrisa.

Karolus dejó el pan sobre la mesa y se sentó frente a él. El anciano sirvió una porción del guiso en su plato, luego en el de Karolus, y durante unos minutos ambos comieron en silencio, disfrutando del calor hogareño.

Fue Ben quien rompió el silencio, posando la cuchara y mirándolo con seriedad.

—Karolus… —comenzó, con ese tono paternal que no admitía evasivas—. Ya no eres un joven.

El hijo alzó la vista, arqueando una ceja, intrigado.

—¿A qué viene eso, padre?

Ben apoyó los codos sobre la mesa, entrelazando las manos.

—Los años se pasan volando, créeme. Uno parpadea, y cuando menos lo espera, la juventud se le ha ido de las manos. Mira en qué estado estoy yo ahora… apenas puedo sostener el arado como antes. Tú aún tienes fuerzas, y una vida por delante. No la desperdicies trabajando solo los campos.

Karolus suspiró, llevando un trozo de pan a la boca para no tener que responder enseguida.

—¿Quieres decir que debería buscar esposa? —preguntó finalmente, con un dejo de ironía, aunque en el fondo ya sabía hacia dónde iba aquella conversación.

Ben sonrió apenas, con ese gesto cansado pero sabio.

—Exacto. Deberías pensar en sentar cabeza. Tener a alguien que te acompañe, que comparta tus días. No dejes que la soledad se apodere de ti como lo hizo conmigo tras la muerte de tu madre. La vida es dura, hijo, pero menos cuando se tiene a alguien al lado.

Karolus bajó la mirada, removiendo el guiso con la cuchara. Las palabras de sus amigos en el pueblo volvieron a su mente, repitiéndose con insistencia: Elizabeth.

Ben lo observó un instante más, como si leyera sus pensamientos.

—No dejes pasar las oportunidades, Karolus. El tiempo es un río que no se detiene.

La vela parpadeó con fuerza, como subrayando aquellas palabras.

El guiso se enfriaba lentamente, pero el silencio en la mesa pesaba más que el hambre. Ben dejó a un lado la cuchara y se reclinó un poco en su silla, observando a su hijo con ojos cansados, pero firmes.




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