CAPÍTULO 85 : El contrato
La noche había caído sobre el pueblo. Las calles estaban silenciosas, solo rotas por el crujir de las maderas en las casas hambrientas y el aullido del viento que anunciaba un invierno duro. Karolus Roger se encontraba en el bar, un lugar humilde con paredes de madera ennegrecidas por el humo de las velas y el olor a cerveza rancia impregnado en el aire.
Sentado frente a una jarra, la miraba sin mucho ánimo. Su mente estaba en otro sitio: en su casa, en Elizabeth, que ya se encontraba cerca de dar a luz, y en Karick, que dormía cada noche con el estómago medio vacío. El pueblo estaba en ambruna; los campos resecos no daban casi nada, y lo poco que quedaba se repartía mal entre las familias.
Karolus bebió un sorbo, cerró los ojos y suspiró.
—¿Qué voy a hacer…? —murmuró, con voz rota, apretando la jarra como si en ella pudiera encontrar una respuesta.
El chirrido de la puerta del bar lo sacó de sus pensamientos. Un hombre entró lentamente. Su figura llamó de inmediato la atención de todos los presentes: alto, de hombros anchos, con un rostro marcado por el tiempo y la violencia. Pero lo más perturbador era la cicatriz que atravesaba su frente, rodeada de marcas de sutura, como si el cráneo hubiera sido abierto y vuelto a encajar a martillazos. Sus ojos, fríos, se clavaron en Karolus.
El extraño se sentó justo a su lado, pidiendo un aguardiente con voz ronca. Karolus lo miró de reojo, incómodo, intentando ignorarlo. Pero el hombre fue el primero en hablar.
—Karolus Roger. —El nombre salió de su boca como un golpe.
El joven campesino se tensó al instante.
—¿Me conoce? —preguntó con recelo.
El hombre sonrió, aunque aquella sonrisa tenía algo inquietante.
—Más de lo que crees.
Karolus lo miró directamente, notando esa cicatriz imposible de ignorar.
—¿Quién eres?
El hombre apoyó su jarra en la mesa y, con calma, respondió:
—Soy Kinji Roger… tu abuelo.
El corazón de Karolus se detuvo por un instante. Su abuelo. El hombre que había abandonado a Ben, su padre, cuando era apenas un niño. Su nombre había sido un fantasma, un recuerdo prohibido del que Ben nunca hablaba demasiado, solo con rencor.
—Eso no es posible… —dijo Karolus, negando con la cabeza—. Mi abuelo murió.
—Eso es lo que le hice creer a tu padre —respondió Kinji con voz grave—. Pero no… no morí. Simplemente… elegí otro camino.
Karolus se levantó un poco de su asiento, furioso.
—¿Vienes a burlarte? ¿Después de dejar a mi padre a su suerte, después de condenarlo a criarse solo?
Kinji no se inmutó. Se limitó a beber de su jarra y luego lo miró a los ojos con una calma escalofriante.
—No estoy aquí para hablar del pasado, muchacho. Estoy aquí porque sé lo que ocurre. Tu pueblo muere de hambre, tus campos no producen… y tu mujer está a punto de traer otra boca al mundo. Una boca que no podrás alimentar.
Karolus apretó los puños, sintiendo la desesperación atravesarle.
—¡Cállate! —espetó, aunque en el fondo sabía que cada palabra era verdad.
Kinji se inclinó hacia él, susurrando casi con voz de serpiente.
—Yo puedo darte una solución.
Karolus lo miró con desconfianza.
—¿Qué solución?
—Tierras fértiles. Un lugar donde nada muera, donde todo lo que plantes crezca con fuerza. Tú y tu familia nunca volverán a pasar hambre. —La voz de Kinji era seductora, como si el mismísimo diablo estuviera negociando.
Karolus, confundido, negó lentamente.
—¿Y qué quieres a cambio?
El anciano sonrió mostrando sus dientes amarillentos.
—Nada que no puedas soportar. Solo someterte a unos… experimentos. Un legado que llevo perfeccionando durante años. Tú serás la pieza clave.
Karolus lo miró fijamente, temblando. Sabía que aquello olía a condena, pero también sabía que en casa lo esperaban su esposa y sus hijos… y la realidad era que no tenía nada más para ofrecerles.
—¿Y si me niego? —preguntó con voz dura.
Kinji lo sostuvo con la mirada.
—Entonces, tu mujer y tus hijos morirán de hambre como todos los demás.
El silencio pesó en la taberna. El resto de los parroquianos ya no hablaban, atentos sin querer a esa conversación. Karolus cerró los ojos, con el alma hecha pedazos.
Finalmente, con voz quebrada, dijo:
—Está bien… acepto.
Kinji sonrió, satisfecho, y le dio una palmada en el hombro.
—Sabía que tomarías la decisión correcta.
Karolus apretó la jarra con tanta fuerza que casi se rompió entre sus manos, sintiendo en lo profundo que acababa de firmar un pacto con un demonio.
La noche estaba cerrada, sin luna ni estrellas, y el bosque que rodeaba el pueblo se alzaba como un muro de sombras y ramas retorcidas. El viento silbaba entre los árboles, arrastrando consigo un olor húmedo y terroso. Karolus avanzaba tras su abuelo, cada paso alejándolo más de la seguridad del pueblo y acercándolo a un destino incierto.
Finalmente, llegaron a una vieja cabaña abandonada. La madera estaba podrida en algunos bordes, pero el interior estaba sorprendentemente vivo: montones de libros apilados, pergaminos amarillentos con símbolos extraños, frascos con líquidos de colores imposibles y estanterías llenas de objetos que parecían sacados de un laboratorio alquímico. El aire olía a hierbas secas, sangre seca y metal oxidado.
Karolus miraba todo con asombro y temor.
—¿Qué es este lugar…?
Kinji sonrió, con un brillo inquietante en los ojos.
—El taller donde la alquimia se encuentra con la verdad, muchacho. Aquí es donde la sangre se convierte en poder… y donde los débiles se transforman en algo más.
Caminó hasta una mesa cubierta de papeles manchados y levantó un recipiente de cristal grueso. Dentro, un líquido oscuro y rojizo burbujeaba lentamente, como si estuviera vivo. La luz de las velas lo hacía brillar con un resplandor siniestro.
Kinji lo sostuvo frente a Karolus.
—Esto es sencillo. Tienes que beberlo. Solo eso.