CAPÍTULO 86 : La despedida
La cabaña quedó en un silencio espeso, roto solo por la respiración entrecortada de Karolus y el goteo distraído de alguna vela. Kinji, con la calma de quien ha visto nacer y morir más de una idea, dejó el recipiente vacío sobre la mesa y se acercó con pasos medidos.
—Has hecho lo que pedí —dijo, sin fanfarrias—. Pero aún no entiendes lo que has bebido.
Karolus, todavía tambaleante por las convulsiones y el dolor que acababan de transmutar su cuerpo, alzó la mirada. Aquella voz grave que ahora le brotaba le resonó en el pecho como un tambor.
—¿Qué me hiciste? —preguntó, la pregunta saliendo rasposa.
Kinji apoyó las manos en la mesa como para sostenerse y habló con precisión fría:
—Ya no eres humano, Karolus. Lo que bebiste es un catalizador: te ha abierto a otra naturaleza. Eres ahora —hizo una pausa, midiendo la palabra— un wendigo.
La palabra pendió en el aire como un presagio. Karolus sintió cómo algo dentro de él vibraba al nombrarlo; una corriente nueva e inquietante recorrió sus venas.
—¿Wendigo? —repitió, apenas comprendiendo—. ¿Qué significa eso?
Kinji no endulzó nada.
—Significa que tu hambre cambiará. Que la simple carne humana tendrá un llamado para ti. Que la sangre te atraerá y que, si no dominas ese impulso, terminarás devorando hombres. No es solo fuerza: es una maldición de apetito y naturaleza. Cambiará tu mente, tus deseos, tus instintos. Con el tiempo, la bestia querrá más y más.
El horror de la idea encendió algo en Karolus que ya era peligroso: rabia, pánico, rechazo. En un arrebato, se lanzó hacia Kinji, lo agarró por el cuello con las manos enormes, apretando con una fuerza que antes no le pertenecía. La madera de la mesa crujió al borde del desastre; la muñeca de Kinji quedó inmóvil, sorprendentemente sin resistencia, como si el viejo supiera esto y lo permitiera.
—¿¡Me oíste!? —gruñó Karolus, con la voz rota—. ¡¿Qué clase de monstruo quieres hacer de mí?! ¡¿Qué le harás a mi mujer, a mi hijo?!
Kinji, con los ojos hundidos y el rostro marcial, no pareció asustarse. Susurra una calma incomprensible:
—Baja la mano —dijo simplemente—. Escucha. Aún puedes elegir cómo será tu camino. Y yo tengo la solución para el problema inmediato.
Karolus le apretó más, esperando un ataque o una profecía cruel. Kinji, sin inmutarse, continuó:
—Lo mejor para ti ahora es abandonar este lugar. No puedes quedarte entre gente que te recordará lo que fuiste ni donde el hambre puede forzarte a ceder. No te quedes en estas tierras. Ve lejos; busca un sitio donde te ocultes y donde el instinto no te arrastre a la primera víctima. Yo te daré lo que prometí: tierras fértiles para tu familia. Eso es lo que buscas, ¿no? Seguridad para Elizabeth y para Karick.
La rabia de Karolus no se apagó del todo, pero la idea de Elizabeth y del niño —los rostros famélicos, la casa vacía— le enredó el corazón. Apretó la mandíbula, la furia convirtiéndose por un segundo en cálculo.
—¿Y el nombre? —escupió, con un hilo de voz—. ¿Qué me queda? ¿Voy a seguir siendo Karolus después de esto? ¿Cómo me llamarán si me voy?
Kinji soltó una sonrisa pequeña, casi paternal.
—Karolus ya no te va. Ese nombre pertenece a una vida que ya no puedes sostener. Te quedará mejor otro nombre: Azazael. Suena a hierro y a sangre. Te define. Te forja.
Esa palabra cayó como un martillo. En la garganta de Karolus no hubo respuesta inmediata; el nuevo cuerpo tembló, más por conflicto que por frío. Por un instante sintió cómo la bestia interior se asomaba a la cima de su conciencia, lamiendo la idea de un nombre que olía a poder.
Apretó otra vez la garganta de Kinji, esta vez con menos furia y más exigencia.
—Si vuelves a fallarme —dijo con voz cavernosa—, si mi mujer o mi hijo no reciben lo que prometiste, volveré por ti. Y esta criatura no tendrá piedad.
Kinji, con la serenidad de quien ha pagado muchos peajes, bajó la mirada y contestó con simpleza:
—Cumpliré. Te daré las tierras. No quiero enemigos en este asunto. No cuando la semilla que planté debe crecer. Cumpliré mi promesa.
Por un segundo la violencia quedó congelada. La mano de Karolus aflojó su presión; dejó al anciano caer hacia delante, tosiendo, recuperando el color en la cara. Su pecho subía y bajaba con la respiración desequilibrada de alguien que ha pasado el límite. Miró a Kinji con ojos que empezaban a contener algo nuevo: aceptación entrelazada con odio.
Kinji se frotó el cuello y, desde una distancia que parecía segura, añadió:
—Ve. Prepárate. Cambia de nombre si así lo deseas. Y cuando estés lejos, cuando tu familia tenga lo que prometí… entonces, controla la bestia. O déjate llevar. La elección será tuya.
Karolus se mantuvo un rato en silencio, la lluvia de pensamientos chocando dentro de su cabeza: la deuda con la familia, la sed que no sabía si podría dominar, y el nuevo apelativo que le ofrecían como un destino forjado.
Finalmente, con voz áspera y fría, Karolus dijo:
—Azazael, entonces. Cumple tu parte.
Kinji asintió. La promesa quedó sellada en el aire como una sentencia. Karolus oyó en lo profundo la voz de la bestia que se despertaba y, entre el cansancio y el odio, sintió también esa punzada de deber que lo ataba a Elizabeth y a Karick. Salió de la cabaña con pasos largos y pesados, dejando atrás la luz parpadeante y la estantería de manuscritos, con un nombre nuevo en los labios y una tarea terrible por delante.
La lluvia había amainado, pero el pavimento seguía húmedo, iluminado apenas por los faroles callejeros y las luces de los coches destrozados. Fénix estaba sentado, exhausto, con la respiración rota y la ropa hecha jirones, la sangre secándose en su rostro. A su lado, Karolus —Azazael— permanecía inmóvil, su silueta imponente contrastando con el aire cansado de un hombre que, por primera vez en siglos, parecía humano.