CAPÍTULO 87 : El Reencuentro
El pitido constante de la máquina llenaba la habitación. Fénix abrió los ojos con esfuerzo, apenas consciente de dónde estaba. La primera voz que escuchó fue la de Enid, dura, casi helada.
—¿Sabes lo estúpido que fue lo que hiciste, Fénix? ¿Tienes idea de lo que pasaste?
—Yo… —tosió, intentando incorporarse, pero un dolor lo devolvió a la cama—. Supongo que… vivo, ¿no? Eso cuenta.
—¡No bromees! —Enid lo fulminó con la mirada—. Si hubiésemos llegado diez minutos más tarde no estarías aqui.
—Incluso despues de perder querias seguir luchando, eso es un merito.
Fénix guardó silencio, mirando al techo antes de responder.
—Estaba con mi padre. Con Karolus… o lo que quedaba de él.
Vanessa soltó un silbido bajo, con una ceja alzada.
—No imaginé que sobrevivieras a eso.
—¿Y se supone que eso justifica que te arriesgues de esa manera? —interrumpió Enid con voz cortante—. ¡Tienes un deber con todos nosotros, no solo con tu historia personal!
—Lo sé. —Fénix giró la cabeza para mirarla—. Y por primera vez… siento que no cargo con ese odio que me estaba pudriendo por dentro. Le escuché, entendí lo que pasó… y lo perdoné.
Lucian lo observó en silencio, procesando sus palabras. Vanessa, en cambio, arqueó los labios con media sonrisa.
—Bueno, por lo menos algo ganamos: un Fénix que ya no se quiere arrancar la piel de rabia. Aunque… sigues siendo un imbécil por casi morir sin avisar.
Enid soltó un suspiro, aunque no perdió la dureza de su mirada.
—No vuelvas a hacer esto nunca más.¿Está claro?
—Está claro. —Fénix esbozó una sonrisa cansada.
Lucian apoyó una mano firme en su hombro, como recordándole que no estaba solo. Vanessa se levantó, rodando los ojos, y se acercó a la ventana.
—En fin… lo bueno es que sigues vivo. Aunque conociéndote, no tardarás en meterte en la siguiente locura.
Fénix cerró los ojos un instante, respirando en calma. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió en paz consigo mismo, acompañado por los pocos que aún estaban con él.
Las maletas ya estaban cerradas, las ruedas marcando pequeñas huellas en el pasillo pulcro del hospital. Fénix permaneció un instante más junto a la cama vacía donde, horas atrás, había reposado el cuerpo que fue su padre. La luz fría del amanecer entraba por las cortinas, y en esa claridad parecía que todo lo que había ocurrido la noche anterior quedaba reducido a una última confesión.
—Adiós —susurró Fénix, con la voz ronca—. Que descanses. Por fin puedes dejar de quemarte con el sol.
No eran palabras grandilocuentes, eran lo justo: una despedida limpia, como quien pone un punto después de una historia larga y dolorosa. Se permitió inclinar la cabeza un segundo, como quien sella un pacto íntimo que nadie más necesita conocer.
Luego cerró la puerta de la habitación con cuidado. En el vestíbulo lo esperaban Enid, Lucian, Vanessa y Marcus, cada uno con su equipaje y la expresión de quien ha visto demasiado y aun así sigue adelante.
—¿Listo? —preguntó Enid, cruzando los brazos pero sin quitarle los ojos de encima.
—Sí —respondió Fénix—. Vamos a Berlín.
Salieron a la calle. El aire era fresco y olía a lluvia reciente. A pocos metros, en un banco de la plaza frente al hospital, había una figura sentada que no encajaba con la calma matinal: un hombre delgado, de mirada afilada, que los observaba con atención como si hubiera esperado ese momento. Se levantó con una lentitud deliberada cuando los vio aproximarse.
—Bien peleado —dijo el hombre con voz baja, a modo de saludo—. Ha sido un espectáculo digno.
Fénix lo reconoció al instante: Darem. La presencia de aquel nombre siempre traía un escalofrío. Se detuvo frente a él con el grupo formando un semicírculo expectante.
—Darem —saludó Lucian con tono medido—. Qué haces aquí.
—Vine a ver el final —respondió Darem, con una media sonrisa—. Y a felicitar al que no se rinde.
Fénix asintió con una tensión contenida.
—Gracias —dijo—. No fue un final que yo esperara.
Darem se incorporó con calma. Por un segundo el aire pareció más denso. Con un gesto rápido y sin escándalo, desenfundó la bayoneta que llevaba oculta: una hoja larga, fría, preparada para un golpe certero.
—No tienes por qué agradecer —murmuró Darem, y en el mismo movimiento avanzó con la bayoneta hacia Fénix.
Fue un instante de choque: Darem vino como un latigazo, directo. Marcus y Lucian reaccionaron, pero la velocidad con que Darem cruzó la distancia dejó a todos con la respiración contenida. Fénix apenas tuvo tiempo de reflejar: metió la mano hacia su costado, sacó la Matilda y disparó.
El tiro fue certero. La bala impactó en la cabeza de Darem. Por un segundo toda la plaza pareció contener la respiración; la sangre manchó la tela y la expresión del atacante se quebró. Darem cayó, como si el mundo se le hubiera ido de golpe.
Pero no hubo caída definitiva. En la mirada de Fénix quedó un asombro brutal: la herida en la frente de Darem se cerró en segundos, la piel recomponiéndose, la sangre como si retrocediera. Darem se incorporó despacio, sin una marca aparente en el cráneo, aunque la bala había hecho lo suyo y en la mejilla de Fénix había quedado una cortada fina —un arañazo que ardía—.
Fénix notó la sangre en su propia piel; luego, con la misma incredulidad, vio cómo el hilo rojo en su mejilla ya empezaba a cerrarse, la carne recomponiéndose como si la herida no tuviera intención de quedarse. Comenzó a cicatrizar en segundos, dejando solo una línea tenue que pronto sería memoria.
Darem se pasó la palma por la sien, complacido.
—Suficiente por hoy —dijo, con la voz calmada—. Has mejorado. Tu disparo fue limpio, pero esto no termina aquí. Pronto volveremos a enfrentarnos.
Dijo eso sin rencor, casi en tono de promesa. Luego dio unos pasos hacia atrás, abrió la capa que llevaba y, como si la mañana no fuera más que un telón, se perdió entre la sombra de la calle. No corrió, no huyó; se alejó con la seguridad de quien sabe que la próxima función ya está pautada.