Code Fénix Maximum

CAPÍTULO 108 : Infierno en Berlín

CAPÍTULO 108 : Infierno en Berlín

Las calles de Berlín rebosaban de luces naranjas, faroles improvisados y niños disfrazados corriendo entre risas, con calabazas de plástico llenas de dulces. El ambiente era casi festivo, como si la ciudad hubiera decidido, por una noche, dejar atrás el peso de la rutina.

En un callejón mal iluminado, una pareja se besaba con pasión contra la pared húmeda. El silencio de su intimidad se quebró cuando ambos sintieron unos ojos clavados en ellos. Giraron la cabeza al unísono y vieron la silueta de una figura esquelética, alta, con la piel pálida como la tiza, los ojos rojos como carbones encendidos y colmillos que brillaban a la tenue luz del neón.

El joven apenas tuvo tiempo de gritar antes de que la criatura se abalanzara sobre él, hundiéndole los colmillos en el cuello. Un sonido de succión áspero llenó el callejón. La muchacha, aterrorizada, salió corriendo, sus pasos resonando contra el asfalto mojado. Irrumpió en la calle principal, chillando, con el maquillaje corrido por las lágrimas:

—¡Un vampiro! ¡Hay vampiros!

La gente se rió. Algunos pensaron que era parte de un disfraz o una broma pesada. Otros la señalaron, murmurando que estaba drogada.

Pero entonces, de las alcantarillas, se escucharon ruidos metálicos, como tapas que se arrastraban desde dentro. En cuestión de segundos, las tapas de hierro salieron volando, y figuras pálidas comenzaron a trepar con movimientos animales. Desde los techos de edificios viejos y balcones en penumbra, más criaturas descendían con las garras extendidas.

Los vampiros se multiplicaron como una plaga. En cuestión de minutos, las calles se transformaron en un matadero. Gritos desgarradores reemplazaron la música de fondo de la fiesta. Niños disfrazados de monstruos cayeron al suelo, arrastrados hacia la oscuridad, sus bolsas de caramelos volando por el aire mientras los colmillos desgarraban sus gargantas. Mujeres fueron atrapadas en medio de los callejones, ancianos tirados en el suelo con la piel arrancada de un zarpazo.

El caos escaló cuando los primeros coches intentaron huir. Conductores en pánico pisaban el acelerador sin mirar atrás, atropellando peatones. Otros chocaban entre sí, y pronto las sirenas de alarmas de autos y el olor a gasolina se mezclaron con la sangre en el aire.

Los vampiros, implacables, se lanzaban contra los parabrisas, destrozaban techos de coches y sacaban a los pasajeros a tirones, arrancando trozos de carne entre chillidos desgarradores. Un grupo de adolescentes disfrazados de zombis quedó atrapado entre dos criaturas, y en segundos no quedaron más que miembros esparcidos.

La ciudad, que hacía apenas minutos estaba envuelta en risas, se había convertido en un escenario de pesadilla. Las luces parpadeaban, los gritos se confundían con el rechinar del metal doblándose, y la sangre corría como un río oscuro por las calles.

Aquello no era un ataque.
Era la definición misma del caos.

Llevaban media hora en el andén. El vagón de la línea nocturna se había ido, y la estación olía a humedad y metal. Gente que volvía a casa, algún turista despistado con mapa, dos jóvenes riendo con botellas a medias: todo parecía anodino, demasiado normal para la noche que se avecinaba.

Fénix apoyó la espalda en la pared fría, los brazos cruzados; Anna estaba a su lado, las manos metidas en los bolsillos, observando a la gente con esa curiosidad serena que la definía.

—Nada —murmuró Anna—. De momento está todo en calma.

Fénix asintió. Había algo en la normalidad de la estación que le ponía los nervios a flor de piel. Había pasado por suficientes emboscadas para saber que la calma antes de la tormenta siempre sonaba demasiado limpia.

Entonces, un alarido rompió la rutina.

Un hombre entró tambaleándose por la rampa, los ojos desorbitados, la ropa hecha jirones. Sangre seca le cruzaba la camisa. Gritó algo incomprensible, y la gente se miró entre sí antes de apartarse instintivamente.

El tipo cayó hacia delante. Fénix reaccionó sin pensar: se adelantó y lo sujetó del torso antes de que se desplomara contra el suelo. Notó la rigidez, el pulso acelerado. Al acercar la cara del herido a la suya, vio las marcas: dos hendiduras anchas en el cuello, profundas, perfectas.

—¡Ya vienen! —vociferó el hombre con voz rota—. ¡Van a matar a todos! ¡Corred! —La sangre le burbujeó en la comisura de los labios mientras señalaba detrás de él.

Anna y Fénix se miraron aquel segundo, los sentidos en alerta.

—¿Quién? —preguntó Anna, aunque el hombre ya no podía oírla; su mirada se apagaba.

Un ruido salió del túnel: primero un murmullo, luego un raspado. De la oscuridad comenzó a asomar una masa pálida. A medida que se acercaba la luz, la forma humana se decía imposible: piel como pergamino, ojos inyectados en rojo, colmillos largos que relucían afilados.

El primer vampiro emergió con movimientos fluidos y felinos. No cargó al hombre herido; fue directo a la multitud.

El pánico se encendió como pólvora. Gritos, empujones, gente que corría en todas direcciones. Anna se aferró al brazo de Fénix.

—¡Fénix! —gritó—. ¿Qué hacemos?

Él tiró de la funda: Matilda brilló bajo la luz blanca del andén. La empuñó, apuntó y apretó el gatillo. El disparo tronó como un trueno en la bóveda de la estación. La bala impactó en el pecho de la criatura… y rebotó. Un sonido sordo, como si la munición se hubiera encontrado con una piel imposible. La criatura ni parpadeó; se abalanzó sobre un civil que trataba de huir.

Fénix apretó los dientes, bajó ligeramente la pistola y escaneó la escena. Las balas normales no harían suficiente daño. Había algo en el brillo del colmillo, en la textura de la piel: aquella munición no iba a ser la solución.

—Anna, tenemos que salir de aquí —dijo con voz tensa—. Ahora.

—¿Salir? —ella miró la salida principal y la vio: gente empujando, vehículos intentando acercarse, pero la rampa estaba llena de cuerpos y de sombras que bajaban. Desde arriba, más figuras estaban descendiendo por escaleras y tragaluces.




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