Code Fénix Maximum

CAPÍTULO 109 : Infierno en Berlín-2

CAPÍTULO 109 : Infierno en Berlín-2

Avanzaron por la penumbra del túnel, el agua goteando en un ritmo escaso que marcaba sus pasos. Las paredes olían a humedad y óxido; la luz de la linterna de Anna dibujaba sombras que parecían moverse con vida propia.

—¿Cuántas balas te quedan? —preguntó Fénix, sin dejar de escudriñar la oscuridad.

Anna miró el cargador con manos temblorosas y dijo, sin alzar la voz:
—Siete. Sólo me quedan siete.

Fénix detuvo el paso, la contempló un segundo y luego sacó la pistola con calma. Se la ofreció:
—Toma. Llévala tú.

Anna lo miró, incrédula.
—¿Estás seguro? —preguntó. —Con lo que hay arriba…

Él sonrió con cierta ironía, dejando ver los bordes de la cicatriz en la sien.
—Sí. No necesito un arma para pelear. —Sus palabras sonaron más a promesa que a orgullo—. Después de todo, soy el más fuerte.

Anna entreabrió la boca; la duda y la lealtad se mezclaron en su rostro.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó finalmente, apretando la empuñadura entre sus manos.

Fénix apoyó la espalda contra la fría pared del túnel y miró hacia la boca por la que habían llegado, donde aún resonaban, lejos, los gritos de la ciudad.

—Seguro que la ciudad está llena de esos vampiros de laboratorio —dijo con voz baja—. No son algo puntual. Esto no fue un ataque aislado: es una liberación masiva. Berlín ya no pertenece a los vivos.

Anna sintió un escalofrío recorrerla.

—¿Entonces…? —balbuceó.

—Lo que toca ahora —contestó él, con la frialdad seca de un plan—. Reunirnos con el resto del equipo. Y abandonar la ciudad. No podemos librar una guerra de ese tamaño por nuestra cuenta. Si queremos vivir para luchar otra vez, tenemos que retirarnos y reagrupar.

Anna tragó saliva, asimilando la crudeza de la orden.
—¿Te vas a ir? —preguntó en voz baja, casi sin esperanza.

Fénix negó con la cabeza, mirando al frente, como si ya viera el mapa en la oscuridad.
—No. Voy a asegurar la retirada. Y si se presenta la oportunidad de frenar esto ahora… la tomaremos. Pero no aquí. No en medio de una matanza donde cada segundo perdido es una vida menos.

Ella apretó la pistola contra su pecho, y por primera vez desde que comenzó la pesadilla, su mirada tuvo algo de resolución.

—Entonces vayamos a buscarlos —dijo—. A por el resto del equipo.

Caminaron juntos, más rápido esta vez, el eco de sus pasos marcando el inicio de una retirada necesaria y fría, mientras sobre ellos la ciudad que conocían caía consumida por la noche.

El infierno en Berlín desató su furia sin piedad. Los vampiros creados en los laboratorios de Antigen no eran criaturas elegantes ni manipuladoras; eran monstruos deformes, apenas conscientes, más parecidos a una horda de zombis que a seres pensantes. En cuestión de horas, la ciudad quedó reducida a una trampa mortal.

La matanza comenzó en las estaciones de metro, puntos estratégicos para dispersar a las criaturas. En segundos, la gente que esperaba los vagones fue reducida a una masa desgarrada de carne y hueso. Las criaturas se lanzaban como torbellinos de dientes y garras, arrancando extremidades y aplastando cráneos sin distinción de género, edad o condición.

Gritos desgarradores resonaban por las calles y los túneles. Los intentos de escapar se toparon rápidamente con la realidad: todas las salidas de Berlín estaban bloqueadas. Edificios derrumbados, coches volcados, escombros inmensos y barricadas improvisadas convertían cualquier acceso en una pesadilla infranqueable. Era como si la ciudad misma hubiera conspirado para que nadie pudiera salir.

Para empeorar las cosas, la infraestructura de Berlín colapsó por completo. Las explosiones provenientes de fábricas, gasolineras y vehículos abandonados provocaron incendios que se propagaron sin control, envolviendo grandes sectores de la ciudad en llamas. Los servicios de emergencia fueron los primeros en caer, y cualquier intento de contención se volvió inútil.

Los rascacielos colapsaban como castillos de naipes, aplastando a quienes buscaban refugio bajo ellos. El cielo estaba cubierto de humo negro, y las pocas luces que quedaban parpadeaban como si estuvieran dando sus últimos alientos antes de apagarse para siempre. Las calles eran un cementerio, cubiertas de cadáveres, vehículos abandonados y restos humanos irreconocibles.

Antes del desastre, Berlín albergaba a más de 3.7 millones de personas. En cuestión de horas, esa cifra se redujo drásticamente. Para cuando el caos alcanzó su punto más alto, apenas quedaban unos pocos miles de sobrevivientes escondidos en sótanos, túneles o habitaciones selladas.

Muchos de ellos no durarían mucho más: los vampiros infectados no se detenían por hambre ni por cansancio. Cualquier rincón donde un humano intentara refugiarse, tarde o temprano, era encontrado y saqueado por las criaturas.

Lo más terrorífico era que el fuego no solo destruía la ciudad, sino también cualquier esperanza. Las comunicaciones se habían cortado, los teléfonos no funcionaban, y las rutas de escape estaban bloqueadas por montañas de escombros. Incluso los helicópteros enviados a evacuar a las pocas autoridades supervivientes no lograban aterrizar, obligados a retirarse mientras las criaturas los acechaban desde los tejados.

Berlín, una de las ciudades más icónicas de Europa, se había convertido en una prisión ardiendo. Sin suministros, sin rutas de evacuación, sin salvación. Lo que una vez fue una metrópolis vibrante y multicultural era ahora una zona muerta, donde solo unos pocos podían jactarse de seguir respirando. Y aunque la situación parecía salida de una película apocalíptica, la realidad era mucho más cruel.




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