CAPÍTULO 121 : Infierno en Berlín-14
Alucard soltó una carcajada grave que retumbó entre las paredes húmedas del túnel, seca y sin piedad.
—¡Ja! —dijo, incorporándose con gesto despreocupado—. Muy bien, Alex. Puede que me hayas hecho un favorcito desagradable, pero no olvides quién soy. Yo sigo siendo el más fuerte aquí. Y te voy a barrer del suelo con la misma facilidad con la que pisoteo moscas.
Mientras hablaba, por dentro Alucard reflexionaba, y sus pensamientos fueron tan fríos como la noche.
Interesante, pensó. Así que esto es lo que siente el otro lado: la impotencia de ver una herida que no se cierra, el tiempo que se clava como cuchillo. Fénix debía haber conocido esto durante sus peores horas; ahora lo experimento, aunque sea por un rato. No me gusta la sensación de ralentización... me resulta humillante.
Sacudió la cabeza para apartar ese desagrado. La humillación no le enseñaría nada útil si no la convertía en ventaja.
Volvió su atención a Alex con una sonrisa afilada:
—No, no voy a ensuciarme las manos —dijo—. Pero tengo amigos que disfrutan de este tipo de banquetes.
Alucard dio un paso atrás y, con una calma teatral, sus labios pronunciaron unas palabras en un hebreo áspero y ancestral, la cadencia antigua llenando el aire como si arrancara ecos de la tierra. No era un conjuro explicado; era un llamado, una cadena que tiraba de cosas enterradas bajo la ciudad.
El suelo del túnel comenzó a vibrar levemente. Primero levantó polvo; después, la tierra cedió y manos pálidas rompieron las losas. Cuerpos famélicos, ojos vacíos y rostros que ya no recordaban la vida emergieron como si la ciudad devolviera lo que le habían tomado. No eran vampiros: eran zombis, estatuas de carne y hueso que caminaban con una rigidez terrible pero decidida.
Alucard observó con fría satisfacción mientras más de una docena de esas figuras se alzaban, alineándose tras él como soldados fieles.
—Cada vez que consumo a alguien —explicó con voz baja, casi didáctica, como si compartiera un secreto anatómico—, su alma queda vinculada a mí. No desaparece: se queda en el umbral, sometida. Puedo llamarla. Puedo ordenarle que vuelva a mover el cuerpo. Seres útiles para tareas simples y para pelear. Son esclavos con memoria reducida. Son mis perros muertos.
Alex miró la escena con una mezcla de horror y fascinación; la risa se le cortó en la garganta.
Alucard clavó su mirada en él y, sin perder la sonrisa, dio una orden concisa:
—Ataquen.
Los zombis avanzaron como una marea espesa, arrastrando pies que ya no sentían frío ni fuego. Se lanzaron sobre Alex sin vacilar, mordiendo, golpeando, abrumando con números y persistencia donde la fuerza sola podía fallar.
Alex dejó de reír y, por primera vez esa noche, mostró una expresión fría, casi profesional. Sus manos se tensaron y los movimientos que siguieron fueron rápidos, precisos y brutales: arrancó piezas de metal de una viga suelta, las afiló con la impaciencia de un artesano y se lanzó contra la fila de zombis.
No era una pelea bonita. Era una carnicería eficiente. Golpes giratorios que partían cráneos como cocos, rodillazos que doblaban cuellos, mordiscos que rasgaban carne ya marchita. Los cuerpos aterrizaban en pila tras pila; los pasos cadenciosos de la horda se convertían en un silencio salpicado por el crujir de huesos. Alex no mostraba piedad: su sonrisa era ahora el brillo de un predador que vuelve a lo suyo.
Cuando la docena de muertos parecía disminuir, Alex arrancó uno de los cuerpos del montón como quien toma un trofeo y, en un gesto teatral, lo lanzó con fuerza hacia Alucard.
—¡Toma, viejo! —gritó, gozando del espectáculo.
Alucard, con la calma de quien conoce su terreno, dio un paso lateral y el zombi pasó de largo, estrellándose contra una columna sin rozarle. Sus ojos centellearon con una mezcla de ironía y respeto contenido.
—Ingenioso —murmuró—. Pero predecible.
En una esquina más alejada del andén, entre humareda, vidrios rotos y un cascarón de vagón partido, Fénix volvió a la consciencia como alguien emergiendo de una inmersión demasiado profunda. Un puñal de dolor le atravesó la cabeza; el cuerpo le pesaba toneladas. La respiración era cortada y áspera; su lengua sabía a tierra y hierro. Intentó abrir los ojos del todo. El mundo tardó unos segundos en sostenerse: las luces del metro parpadeaban, sombras moviéndose, gritos lejanos, el olor a sangre y aceite.
Quiso incorporarse. Un músculo en la pierna le contestó con un calambre violento; la espalda le ardía como si hubiera sido golpeada contra mil piedras. Se incorporó un centímetro, luego otro. La cabeza le daba vueltas y cayó de nuevo, jadeando. Cada intento era una carrera con el dolor, y el dolor siempre ganaba.
Sus manos, temblorosas, buscaron apoyo en el suelo frío. Movió los dedos. Apenas funcionaban. Trató de arrastrarse; un tirón en el costado le arrancó un gemido ahogado. Podía escuchar, muy cerca, el choque de cuerpos y el eco de voces que no alcanzaban a formar palabras coherentes. Podía oler la sangre en el aire, y ese olor le trajo una certeza helada: no estaba bien. No estaba entero.
Con el rostro pegado al concreto y la visión borrosa, Fénix murmuró para sí mismo, con la voz rota:
—Malditos… no puedo… ahora no…
Un hilo de determinación, como un nervio expuesto, le dijo que insistiera. Levantó la cabeza un poco más y, con esfuerzo sobrehumano, logró arrastrarse un par de centímetros. Era poco, ridículo… pero era movimiento.