Code Fénix Maximum

CAPÍTULO 122 : Infierno en Berlín-15

CAPÍTULO 122 : Infierno en Berlín-15

El golpe de Alucard fue tan brutal que Alex salió disparado como proyectil, su cuerpo estrellándose contra una de las columnas del metro con un estruendo que hizo temblar los rieles oxidados. El concreto se resquebrajó, polvo y fragmentos de piedra llovieron a su alrededor. Alex cayó de rodillas, gruñendo entre risas manchadas de sangre, pero sus ojos seguían ardiendo de esa demencia juguetona que nunca desaparecía.

Fue entonces cuando, a pocos metros, una figura tambaleante emergió de la penumbra. El traje negro estaba desgarrado en varios puntos, la tela empapada de sangre seca y reciente. Su rostro llevaba una cicatriz improvisada en forma de “X”, un tajo grotesco que se había formado entre la ceja y la mejilla. El cabello, empapado de sudor y polvo, caía sobre la frente. Sus ojos, pese al cansancio y al dolor, brillaban con la furia contenida de alguien que aún no estaba dispuesto a caer.

Fénix estaba de pie.

Alucard lo miró con una sonrisa torcida, los colmillos apenas visibles bajo la penumbra.
—Vaya, vaya… —dijo con un tono entre sorna y satisfacción—. Parece que nuestro cachorro ha despertado.

Fénix respiraba entrecortado, cada bocanada un cuchillo en el pecho, pero no apartó la vista ni de Alucard ni de Alex.
—No me llames cachorro… —gruñó, con voz áspera—. Todavía no estoy acabado.

Alucard soltó una carcajada que retumbó en los túneles, oscura y poderosa.
—Eso me gusta escuchar. Entonces, escucha bien, Fénix: juntos erradicaremos a este maldito engendro. —Señaló con el pulgar ensangrentado a Alex, que aún reía en el suelo, preparado para levantarse otra vez—. Lo aplastaremos, hasta que no quede ni rastro de su locura.

Fénix lo miró de reojo, apretando los puños con la poca fuerza que le quedaba. En silencio, dentro de su mente, un pensamiento ardía como juramento:

"Esta vez no será igual… No voy a repetirlo. No voy a dejar que mi maestro muera otra vez frente a mí. No importa lo que me cueste… esta vez, lucharemos hasta el final."

Su respiración se acompasó, y aunque cada músculo gritaba de dolor, dio un paso hacia adelante, hombro a hombro con Alucard, preparado para enfrentar el caos.

Alucard no dijo nada en voz alta. Puso la mirada en Fénix y, como una onda fría y precisa, llenó su mente con imágenes y palabras sin sonido: la telepatía, rápida, sin adornos.

Escucha, le transmitió. Los pilares de esta zona llevan horas agrietándose por el fuego y las vibraciones. Si generamos la carga suficiente —suficiente impacto concentrado—saltarán. Una tonelada de piedra cayendo sobre un cuerpo no la aguanta ni un vampiro de laboratorio. No es elegante, pero funcionará.

Fénix asintió con la boca seca, sintiendo la planificación como quien afila un arma en la mente. La estrategia era brutal y simple: pelear hasta quebrar el teatro que los sostenía.

Sin más palabras, se lanzaron. Primero Alucard, con movimientos felinos y precisos, desatando una lluvia de golpes que obligaron a Alex a cubrirse. Luego Fénix, con la furia contenida por el dolor, soltando combinaciones cerradas: codazos que rompían costillas de aire, rodillazos en el estómago, uppercuts que crecían en potencia con cada respiración.

Golpe tras golpe, lo fueron martillando. Alex trataba de recuperar ventaja, saltaba, mordía, lanzaba zarpazos improvisados, pero cada vez sus ataques eran menos ordenados. La técnica de Alucard y la fuerza de Fénix se entrelazaban: uno abría la guardia, el otro la explotaba. Era una coreografía de precisión y violencia.

—Ahora —murmuró Alucard en la mente de Fénix—. Prepárate.

Fénix sintió el pulso subir; supo exactamente qué iba a venir. Alucard atrajo la atención de Alex con una serie de fintas, haciéndolo retroceder hacia las columnas agrietadas. Cuando Alex intentó un golpe final, Fénix lo recibió con un gancho que lo dejó tambaleante. Alucard enganchó entonces con una patada giratoria; Fénix remató con un codazo seco que lo dejó inconsciente en el suelo.

El cuerpo de Alex se desplomó, y el impacto fue la chispa que necesitaban. La vieja columna, ya rajada de antes, resonó con el golpe. Primero se estremeció; luego una lluvia de polvo se desprendió de su corona. Grietas profundas surcaron el hormigón con un siseo como de acero que se parte.

—¡Sal de aquí! —ordenó Alucard sin palabras, empujando a Fénix hacia un borde seguro.

Ambos se apartaron el tiempo justo. La sección completa cedió en un estruendo sordo: columnas, vigas y losetas se desplomaron sobre donde Alex yacía. Un bloque tras otro se precipitó con el crujir de la roca rompiéndose, ahogando el aire en una nube de polvo y escombros. Cuando la polvareda se asentó, donde minutos antes había estado Alex solo hubo un montículo de gravedad y silencio.

Alucard no sonrió. Se acercó con paso tranquilo a la boca del derrumbe, buscó entre polvo y cascotes hasta localizar a Fénix. Lo tomó por los hombros y tiró con fuerza hacia fuera, sacándolo del borde como quien arranca una planta de tierra reseca. Fénix cayó al suelo, tosiendo, cubierto de polvo y sangre, pero vivo.

Se quedaron un instante, uno frente al otro: maestro y aprendiz, sacudidos por la pelea, respirando el aire áspero que dejaba la destrucción. Alucard apoyó una mano en el hombro de Fénix, un gesto rudo que, sin palabras, decía más que cualquier elogio.

—Bien —dijo Alucard finalmente, en voz baja—. Aprendiste a no morir estrepitosamente. Eso cuenta.

Fénix cerró los ojos un segundo, la mandíbula apretada, sintiendo el calor del orgullo y el peso de la pérdida mezclándose.

—Ya es suficiente por hoy —dijo Alucard, sacudiéndose el polvo del hombro y mirando hacia la salida del túnel—. Es hora de volver con los demás.

Fénix, aún con la respiración entrecortada, lo observó en silencio.

—Me parece perfecto —preguntó con un dejo de ironía cansada.

—Enid debe de estar comiéndose las uñas de los nervios —replicó Alucard con media sonrisa ladeada—. Y si la dejamos más tiempo sola, acabará arrancándose las manos.




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