CAPÍTULO 123 : Infierno en Berlín-16
En un vacío oscuro, silencioso y sin dirección, Alex flotaba. Su respiración era lo único que rompía aquel silencio abismal, un suspiro irregular, pero persistente. Su cuerpo parecía suspendido en la nada, sin arriba ni abajo, sin tiempo ni espacio.
Entonces, una voz, lejana pero clara, resonó en su mente:
"Tiene el potencial para superar a Fénix, Alucard o Adán..."
La frase de Viktor ecoó como un mantra que se clavó en su conciencia. Una sonrisa torcida se dibujó en su rostro, y sus pensamientos comenzaron a arder con una convicción intoxicante.
—Superarlos… no, superarlos no… ya los superé. —murmuró con tono arrogante, mientras una extraña energía carmesí se arremolinaba a su alrededor—. Soy el pináculo de la evolución vampírica… el resultado perfecto de la selección y la supervivencia.
Su respiración se volvió más firme. Su mente, más aguda.
—Yo no retrocedo. No me detengo. No involuciono. —su voz se volvió un gruñido lleno de placer y orgullo—. Yo me adapto, me reinvento… y siempre salgo vivo.
En aquel vacío, su cuerpo comenzó a irradiar un resplandor oscuro. Sus venas se iluminaron como raíces de un árbol maldito, latiendo con poder renovado.
Alex sonrió, y en ese instante, el vacío mismo pareció temblar ante su presencia.
El aire del metro tembló con un rugido profundo, y antes de que Fénix o Alucard pudieran reaccionar, una explosión sacudió toda la estructura. Los escombros salieron volando como proyectiles, el suelo se abrió bajo sus pies y un estruendo ensordecedor resonó en los túneles.
—¿Qué demonios…? —murmuró Fénix, cubriéndose el rostro.
Entre el polvo espeso, un zumbido metálico cortó el aire. Una guadaña giró a toda velocidad, cruzando el humo como una sombra afilada. Alucard empujó a Fénix hacia un lado justo a tiempo; la hoja rozó su brazo, abriendo una profunda herida que comenzó a sangrar profusamente.
—Tsk... —Alucard apretó los dientes, mirando cómo la herida se regeneraba, aunque de manera más lenta de lo habitual—. Vaya... parece que alguien volvió del infierno.
El polvo se disipó poco a poco, revelando una figura entre los escombros. Su cuerpo era una amalgama de músculo y oscuridad, una silueta imponente de aspecto inhumano. La piel parecía formada por placas endurecidas, con una textura orgánica y retorcida que cubría cada fibra de su ser. De su espalda emergían alas negras, filosas como cuchillas, y en su mano derecha sostenía una guadaña cuya hoja aún goteaba sangre fresca.
Alex se irguió, apoyando el arma sobre su hombro, su respiración resonando en el túnel vacío. Una risa distorsionada y vibrante escapó de su garganta.
—¿De verdad pensaron que una tonelada de piedra iba a detenerme? —dijo con una sonrisa amplia, mientras sus ojos brillaban con un fulgor carmesí—. No, no… yo no muero tan fácil. Yo evoluciono.
Fénix y Alucard se tensaron, preparándose. Alex extendió los brazos, como si estuviera recibiendo la adoración de un público invisible.
—Me adapto, me fortalezco, me perfecciono. —Sus palabras resonaron con un tono casi mesiánico—. Soy la cúspide de la evolución… el auténtico pináculo de los vampiros.
Su sonrisa se volvió más siniestra mientras la guadaña destellaba bajo la tenue luz del metro.
—Vosotros… sois solo el pasado.
Alex se echó a reír, una carcajada que reverberó entre los túneles como una campana oxidada. Con un movimiento amplio de su guadaña levantó una cortina de polvo y chispas; el impacto levantó una nube espesa que lo envolvió por completo. Alucard y Fénix tosieron, cerraron los ojos y buscaron una referencia en la penumbra: la visión cortada, el oído zumbando, la respiración espesa.
Cuando el polvo empezó a asentarse, la primera imagen que golpeó a ambos fue el suelo: un pentagrama trazado con líneas gruesas y negras que no eran carbón ni hollín. Era sangre —expuesta, brillante— como si la tierra hubiera sido pintada con furia. Alex estaba en el centro, la guadaña apoyada a su lado, dejando que la sangre aún gotease sobre el dibujo. Sonreía con calma, triunfante.
—¿Véis? —dijo, la voz empastada por el eco del rito—. No os asustéis de los símbolos. Los símbolos son útiles. Y la sangre... la sangre es palabra y llave.
Alucard avanzó unos pasos, la mirada fría como acero.
—¿Qué has hecho? —preguntó, hostil.
Alex ladeó la cabeza y dejó que su sonrisa se agrandara.
—Os presento mi técnica favorita: Dolor compartido. Me sabe la sangre del otro, la uso para abrir un contrato sobre el suelo. Trazo el pentagrama con mi propia sangre y lo sello con su esencia. Lo curioso es esto: cualquier daño que yo sufra, el sujeto lo siente también. Pero aquí viene la gracia —alzando la mano, acarició la línea carmesí—. Mientras permanezca dentro de ese sello, soy inmortal. Las heridas no me matan. Se reparan. Y vosotros... vosotros podéis seguir repartiendo golpes, desgarrándoos las manos, y yo con un simple movimiento los puedo matar.
Fénix tragó saliva, clavando los dedos en la empuñadura temblorosa de su arma.
—¿Estás loco? —logró decir—. Eso es… perverso.
Alex rió, como quien celebra un triunfo íntimo.
—¿Perverso? Tal vez. Es eficiente. Y vosotros, tan nobles, tan teatrales, os volvéis mis marionetas de dolor. No puedo morir aquí dentro. Y vosotros… podréis cansaros de pegarme, pero cada golpe que me deis os dolerá a vosotros también. ¿No es delicioso?
Alucard no sonrió. Sus ojos se estrecharon, procesando la mecánica: la sangre como vínculo, el pentagrama como cárcel y armadura a la vez. Una combinación que convertía el combate en una trampa moral: para herirle había que aceptarlo, a cada golpe propio sufrir la réplica.
—Entonces luchas sucio —dijo Alucard con voz baja—. Pero eso no cambia que podamos rodearte, destruir ese sello desde fuera… —empezó, calculando.
Alex alzó la guadaña y dio un paso, sintiéndose dueño del centro.
—Intentadlo —desafió—. Os prometo un espectáculo de agonía.