Code Fénix Maximum

CAPÍTULO 125 : Infierno en Berlín-18

CAPÍTULO 125 : Infierno en Berlín-18

La risa de Alex se desgarró en la bóveda del túnel, primero una carcajada hueca, luego un sollozo que parecía cómico y trágico a la vez. Se reía hasta llorar, los sollozos mezclados con la respiración agitada, disfrutando el caos que había dejado en la piel de Fénix.

Fénix permaneció arrodillado unos instantes más, como si el mundo le hubiera arrancado el aliento. Cuando las palabras por fin volvieron, salieron rasgadas, llenas de dolor y rabia.
—Maldito desgraciado… —escupió, la voz rota—. ¡Maldito!

Se incorporó temblando, las piernas heridas, la ropa hecha jirones. La furia le calentó la sangre como un metal encendido. Alex, aún en el centro de su pentagrama corroído, terminó de recomponerse y, con una sonrisa que no llegaba a los ojos, soltó algo que le heló la piel a Fénix.
—Lo malo para ti —dijo con voz tan serena que sonó cruel— es que mi ritual sólo funciona una vez al día. Ya lo gasté. Carta de oro usada.

Era una confesión y una provocación: el sello ya no lo protegía. En la mirada de Alex había un brillo de arrogancia absoluta.

Fénix no pensó más. Todo se redujo a un punto: la venganza, la rabia, la promesa de Alucard resonando en su pecho. Se lanzó como un rayo, cerrando la distancia en un segundo. Sus puños fueron pura violencia concentrada. Con cada golpe buscaba descargar todo el dolor que llevaba dentro.

El primer impacto sonó sordo contra algo que no era carne común: la piel de Alex respondió como piedra pulida, dura y fría, como si fuera una capa mineral. Los nudillos de Fénix vibraron en el contacto; el dolor le subió por el brazo hasta la mandíbula. No obstante, no aflojó. Golpe tras golpe, repitió la misma ofensiva, cada impacto arrancándole un pequeño gruñido a Alex, cada uno de ellos recibiendo como respuesta una sonrisa burlona.

Alex retrocedió un instante, evaluando, y contraatacó con la ferocidad de quien no tiene ya nada que perder. Su puño encontró la comisura del labio de Fénix con una precisión que cortó el aire; la mano del vampiro atravesó la carne y arrastró un trozo de piel suficiente para dejar ver parte de los dientes debajo, un golpe que dejó la sonrisa de Fénix mezclada con sangre y costra.

Fénix gruñó, furioso, y siguió lanzando golpes. Cada impacto le costaba: los nudillos hinchados ardían, la piel le dolía como si le quemaran las manos, pero el fuego dentro de su pecho era más grande. Alex, por su parte, devolvía cada embestida con golpes secos, sus manos encontrando carne, mandíbula, costillas. A veces parecía que la piel de Alex era de diamante; otras, que la misma se rendía temporalmente y dejaba pasar el acero de los puños, sólo para recomponerse luego como si nada.

El intercambio no era limpio ni elegante: era una batalla primitiva de dos voluntades que no conocían la rendición. Fénix descargaba toda la furia del mundo; Alex respondía con sadismo y técnica, golpeando con la misma calma con la que un predador juega con su presa.

Sangre y polvo flotaban en el túnel. Los respiraderos devolvían el eco de cada golpe como un tambor. Fénix, golpeando hasta que las lágrimas le nublaron la vista, sintió cómo el cuerpo le dolía hasta los huesos, pero también supo —en lo profundo, como una voz— que no pararía hasta que el último aliento de Alex se apagara.

Y aún con los nudillos destrozados y la cara hecha jirones, siguió. Alex, entre risas cortas y mordiscos de respuesta, se mantenía de pie, receptáculo de la furia que acababa de desatarse.

El golpe fue seco como un látigo. Alex impactó con una precisión brutal en la cara de Fénix; el cuerpo salió disparado como un muñeco, se estrelló contra la pared del túnel y quedó allí, tambaleante. El sonido del choque resonó largo, y la respiración de Fénix se volvió un hilo irregular.

Intentó incorporarse, pero la lengua le ardía en la boca: al levantarse, había notado que se la había mordido con fuerza. La punta colgaba partida y le impedía articular con claridad. Trató de hablar y sólo salió un murmullo gutural, arrastrado, difícil de entender.

—¡No…! —fue todo lo que alcanzó a emitir, su voz rota y extraña.

Alex le sonrió con una calma aterradora que no alcanzaba a disimular el placer del juego.
—No fue tan divertido como esperaba —dijo, burlón—. Pero aún quedan sorpresas.

En ese instante la figura de Anna apareció en la entrada del andén, jadeante, la ropa manchada, los ojos abiertos como platos ante la escena. Al verla, Fénix lanzó un alarido que más pareció una súplica; con lo poco que la voz le obedecía gritó:

—¡Anna, vete! ¡Lárgate de aquí!

La sonrisa de Alex se ensanchó hasta volverse un cuchillo. Sin perder tiempo, cruzó el espacio a paso rápido, la presa ya en la mirada. Con un movimiento fulminante la alzó del cuello, pegándole la mano a la boca para silenciar su grito. Anna forcejeó, los ojos llenos de lágrimas, intentando separarse; sus manos golpearon el brazo que la sujetaba, pero no pudo emitir más que un sollozo ahogado.

Alex la miró un segundo, satisfecho, como examinando una obra. Luego ejecutó un gesto final, frío y calculado. Fue un movimiento brutal que terminó en silencio instantáneo: el cuerpo de Anna cayó sin vida, inerte, desplomándose en el suelo del túnel. No hubo alarde de sangre ni detalles grotescos —solo el impacto, la caída y el vacío que quedó en la respiración de los presentes—; la evidencia fue absoluta en el silencio que siguió.

Fénix, todavía con la lengua rota, contempló la escena como si hubiera dejado de pertenecerle el propio cuerpo. Las lágrimas brotaron limpias por sus mejillas mientras un sollozo desgarrado le arrancaba del pecho. Su grito, esta vez, fue más profundo que cualquier palabra:

—¡No... no puede ser...!

Se puso de pie con dificultad, tambaleando hacia el cuerpo inerte de Anna, los ojos llenos de horror y una ira que ardía como un fuego muerto. Su corazón latía desbocado; sus manos, ensangrentadas de sus propios golpes, temblaban. Las lágrimas se mezclaban con la suciedad del suelo y, por primera vez esa noche, la furia en sus ojos era casi muda, fría, imparable.




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