CAPÍTULO 126 : Infierno en Berlín-19
El mundo de Fénix se desmoronó en un segundo, como si alguien hubiera corrido un velo entre él y la realidad. Aquellas imágenes que había mantenido a raya durante tanto tiempo —los rostros, las voces, los huecos— irrumpieron con la fuerza de un alud: Anna cayendo, Alucard deshilachándose en polvo de luz, Lucio implosionando, tantos nombres que ahora eran silencio. Cada recuerdo golpeaba más fuerte que el anterior, hasta que todo el sentido del tiempo se pulverizó.
Una voz interna, afilada, empezó a gritar entre sus pensamientos: ¿Para qué? ¿Para qué se sacrificaron? ¿Por mí? Y la respuesta, brutal y clara, se clavó como un hierro candente: Sí. Por ti. Esa certeza lo devoró. Se vio a sí mismo en cada escena: sus órdenes, sus decisiones, su presencia. Un bucle insoportable de culpa y furia se cerró alrededor de su pecho.
Fénix apretó las manos con tal fuerza que la piel cedió. La sangre brotó entre los nudillos; el escozor y el calor le subieron por las muñecas. No sintió dolor en el sentido tranquilo de la palabra: sintió una erupción que lo anclaba al momento, un recordatorio físico de que algo se había roto para siempre en su alma.
La rabia lo llenó por completo: una rabia negra, antigua, que mezclaba impotencia y odio. Pensamientos oscuros se amontonaban en su mente como llamas hambrientas: la idea de arrancar, de destruir, de no dejar nada vivo a su paso. Que todo arda. Que paguen. Todos merecen morir. No eran razonamientos; eran estallidos viscerales, juramentos que nacían del hueso.
Se puso en pie con esfuerzo, las piernas temblando pero firmes. Sus dedos seguían manchados de su propia sangre, y cada latido le martillaba en los oídos. Caminó hacia donde Alex seguía, con la mirada encendida, la respiración rasgando el aire. La furia le hacía tartamudear la voz, pero lo que salió fue un grito que partió el silencio del túnel como un corte:
—¡Maldito! ¡Cobarde! ¡Por todo lo que arrancaste y por todo lo que me quitaste... voy a arrancarte la vida de cuajo!
No era una promesa tranquila; era una urgencia primitiva, una ola que lo empujaba hacia adelante. Sus palabras rebotaron en los muros, pequeñas dagas que completaban la herida abierta en su pecho. Por un instante quedó sólo la imagen de Alex, sonriente, y la certeza de que nada volvería a ser lo mismo hasta que hubiese pagado.
Alex no esperó. Con un aullido salvaje lanzó la guadaña en un arco descendente destinado a cortar la cabeza de Fénix. La hoja brilló en la penumbra como un rayo oscuro.
Pero Fénix ya no era el hombre roto que había gimoteado segundos antes. En un movimiento que no dejó margen para la duda, clavó la mano derecha en el asta de la guadaña, deteniendo la hoja un pelo antes de que hiciera su tarea. El impacto le recorrió el brazo como un martillo, pero no soltó.
Con la otra mano, cerró el puño y descargó un golpe seco, brutal, contra la empuñadura. El metal cedió con un crujido agudo: la guadaña se partió en dos. Un trozo cayó al suelo, otro quedó aún en la mano de Alex como un mango inútil.
Alex jadeó, sorprendido por la fuerza, pero antes de que pudiera reponerse, Fénix no perdió tiempo. Sin pausa, reunió todo el impulso en el hombro y la cadera, y con la furia contenida de quien ya no tiene nada que perder, le lanzó un puñetazo directo a la cara.
El golpe no fue estético ni limpio: fue verdad cruda. La superficie endurecida de Alex, esa piel que durante la pelea había respondido como piedra, crujió bajo la fuerza de la mano de Fénix. Se resquebrajó en líneas como una porcelana agrietada; fragmentos de la falsa coraza saltaron, pero no hubo espectáculo macabro, solo la evidencia de que algo en Alex había cedido.
Alex retrocedió, tambaleando, la sorpresa pintada en su rostro. Por primera vez desde que todo había empezado, vio claramente al otro: no al hombre agotado o al juguete que se entretenía con rituales, sino al cazador. En los ojos de Fénix ardía esa luz fría y afilada —antigua, concentrada— que había visto morir a tantos y que ahora volvía para cobrar cuentas.
Un temblor recorrió a Alex, apenas perceptible, pero suficiente; sus manos se aflojaron sobre el asta rota. La sonrisa burlona se le escapó como arena entre los dedos.
Fénix no sonrió. Solo respiró, lento, controlando el latido que le martillaba las sienes, y dio un paso adelante, listo para seguir la caza.
Fénix no dejó que la rabia se consumiera en silencio; la dejó prender como una hoguera que necesitaba calor, y la usó como motor. Mientras golpeaba a Alex una y otra vez, su voz salía rasgada, fría, como una sentencia.
—Me quitaste todo —dijo entre impactos—. Me quitaste a Alucard. Me quitaste a Anna. Todo por tu juego, por tu ego demente. —Cada nombre era una estocada—. ¿Sabes lo que es verlos caer? ¿Sabes lo que es que se rompan por ti?
No había súplica en sus palabras; había mérito y acusación. Alex, que aún conservaba la arrogancia en la cara, fue perdiendo compostura con cada recuerdo que le clavaban en la frente. Fénix no le dio tiempo a reaccionar: combinó puños y rodillazos, empujes brutales que desarmaban la máscara de dureza del enemigo.
Con una velocidad y una fuerza que nacían del dolor, Fénix atrapó el brazo derecho de Alex en una llave suya —una torsión violenta que buscaba algo más que dominar: buscaba inutilizar—. Alex gritó, no por el dolor espectacular sino por la pérdida de control. Con un movimiento seco, Fénix llevó la llave hasta el límite; no hubo gesto morboso, solo la rotura del hueso en su articulación. El brazo quedó inútil, colgando sin fuerza. Alex gimió y retrocedió, la mano transformada en un estorbo.
Fénix continuó sin pausa: un golpe al abdomen —centrado, preciso— que hizo crujir la coraza endurecida que cubría el pecho de Alex. Las placas que parecían diamante se fisuraron bajo la violencia. Alex tosió, tambaleándose; la falsa invulnerabilidad mostraba ahora grietas profundas.