Code Fénix Maximum

CAPÍTULO 127 : Infierno en Berlín-20

CAPÍTULO 127 : Infierno en Berlín-20

La huida de Alex se volvió, por un instante, sueño y pesadilla entrelazados: el túnel se desdibujó y, como si la noche le jugara una broma cruel, se vio corriendo en un bosque nevado. La nieve crujía bajo sus pies a cada zancada; el aire le quemaba las vías respiratorias. Las sombras de los pinos formaban tinieblas densas y algo —o alguien— lo observaba desde entre los troncos.

El frío calaba hasta los huesos y la sensación de ser acechado se volvía insoportable; el latido en sus oídos era un tambor de muerte. Tropezó con una raíz escondida bajo la nieve, se dobló el tobillo y cayó de bruces. Al girar la cabeza, vio a lo lejos una figura inmóvil entre la blanca planicie. La figura avanzó sin prisa.

Fénix estaba allí, de pie, como una estatua que no conoce la tregua. La nieve a sus pies se tiñó de gris; su respiración salía en nubes cortas. Sus ojos, fríos, cortaron el aire como un filo.

—Siempre pensaste que eras distinto —dijo Fénix con voz grave, amplificada por el paisaje irreal—. Creíste que podías reírte del dolor, que podías jugar con la vida de otros y salir indemne. Pero aquí estamos. Tú y yo… iguales en algo fundamental.

Alex intentó levantarse, la sonrisa rota, la risa de antes convertida en un hilo; se notaba la fatiga, el temor.

—¿Iguales? —balbuceó—. ¿Cómo puedes decir eso? Tú… tú eres el cazador. Yo soy el arte, la belleza del

caos.

Fénix dio un paso hacia él, y la claridad del bosque helado pareció intensificarse.
—No te confundas —replicó—. Tú eres la presa. Eso no va a cambiar. Puedes girar mil veces, puedes crear trampas y muñecos, puedes matarme en sueños… pero en este terreno siempre fui y seré el que caza.

Alex, por primera vez sin máscaras, clavó las manos en la nieve, suplicando:
—Por favor... por favor, no... no me mates, piedad…

La súplica sonó como una roca en la llanura. Fénix no habló más: un único movimiento seco lo barrió, un golpe que no buscó matar sino humillar. Alex salió volando por el aire, cara y cuerpo golpeando contra la nieve hasta perderse entre copos que caían lentos.

El sueño se quebró. La nieve se disolvió en polvo y cascotes; el bosque se transformó en una calle de Berlín partida por las llamas y la violencia. Humo en el horizonte, vidrios derramados, coches volcados como juguetes rotos. Alex cayó de bruces sobre el asfalto frío, vomitando por el impacto; la arcada le sacudió todo el cuerpo. Tragó saliva con asco, gimió, y se arrastró, llorando, por la grieta de la calzada.

Sus manos, rozando el asfalto, llegaron hasta la bota de alguien que se plantaba firme en la escena del desastre. Era una bota elegante, de cuero oscuro, con polvo de ruina pegado en la suela. Alex la tocó con un gesto último de súplica: la bota de Darem.

—Por favor… por favor, necesito que me saques de aquí —balbuceó, sujetando la bota del hombre que dominaba la ruina como si fuera su único amparo.

Darem se inclinó un poco hacia él y soltó una risa seca, ese tipo de risa sin calor que revuelve el estómago. No hubo compasión en sus ojos; sólo satisfacción fría.

—¿Ayudarte? —preguntó, con sorna—. Tú me serviste bien, muchacho. ¿Crees que ahora mereces más que la sombra de un recuerdo?

Alex, impulsado por el último resto de orgullo y locura, intentó un movimiento torpe y violento: se lanzó hacia Darem con lo poco que le quedaba, buscando un golpe final, un gesto que justificara su existencia. Pero Darem fue más rápido. Con un gesto seco lo sujetó del cuello, lo levantó con facilidad, clavando en su rostro una expresión de desprecio.

En el forcejeo que siguió, una bayoneta apareció en manos de Darem como si siempre hubiera estado allí. El movimiento fue limpio, brutal y definitivo: la hoja encontró su objetivo. Alex se desplomó sin un grito prolongado; su cuerpo se fue apagando hasta disolverse en un instante que pareció eterno, como si el viento se hubiera llevado su presencia. No hubo espectáculo de sangre ni gloria: sólo la certeza abrupta de que Alex había dejado de estar.

Darem dejó caer el cuerpo. Miró a Fénix sin pedirle gratitud alguna, con la misma indiferencia con la que a veces uno mira el trabajo bien hecho.

—No me des las gracias —dijo, la voz afilada—. No estoy aquí para guerrear contigo. Tenía otros asuntos.

Pero esas palabras encendieron algo en Fénix que ya no era sólo dolor: era euforia salvaje, rabia que cortaba. Se lanzó hacia Darem con la brutalidad de quien ha perdido todo el equilibrio y no tiene nada que perder.

Darem, frío como una máquina, reaccionó con impecable crueldad. Sacó no una sino varias bayonetas: movimientos rápidos, calculados, letales. Cuatro hojas cruzaron con terrible precisión el torso de Fénix. Cada impacto fue como si le detuvieran la sangre y la resistencia a la vez; la fuerza le atravesó el pecho y lo arrojó hacia atrás con violencia. Una patada cerró el gesto, un empujón final que dejó a Fénix cayendo contra el suelo.

Apenas tuvo tiempo de incorporarse: Darem se quedó erguido, mirándolo con calma y sin apuro. De su bolsillo extrajo un teléfono móvil; la pantalla parpadeó y, con gesto deliberado, pulsó reproducir.

La voz de Viktor brotó desde el altavoz, grave y distante, como un mensaje desde más allá del ruido:

—Rogers… eres la reencarnación que esperaba. Te tengo en mi mira. Volveremos a encontrarnos. Lo que viene será todavía más grande.

El nombre, la cadencia, la forma en que Viktor lo llamó —«reencarnado»— fueron como un golpe en el pecho de Fénix. Sus ojos, ensangrentados y tambaleantes, intentaron alcanzar al hombre que hablaba en la grabación. La frase final quedó flotando en el aire cuando el audio se cortó, dejando un silencio que vibraba con amenaza.

Fénix, con la respiración hecha polvo y la furia templada en sus entrañas, se volvió de nuevo hacia Darem y lanzó un grito:

—Maldito hijo de puta!!!!!!!

Las palabras se perdieron entre el humo, y Darem, sin prisa, comenzó a retirarse. Antes de desaparecer entre las sombras, lanzó una última mirada no exenta de diversión: sabía que había encendido algo que no se apagaría.




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