Code Fénix Maximum

CAPÍTULO 128 : Infierno en Berlín-21

CAPÍTULO 128 : Infierno en Berlín-21

La noche se desangraba en golpes y jadeos. Fénix estaba cubierto de sangre —suya y la de aquellos que había derrotado—, el cuero de su chaqueta hecho jirones, la cara marcada por cortes que ardían con cada respiración. Cada impacto que daba era un juramento; cada impacto que recibía lo acercaba al borde. A su alrededor se amontonaban cuerpos pálidos, sombras rotas que alguna vez habían sido monstruos organizados. Los había acabado por decenas, por cientos; había perdido la cuenta hacía rato. El número ya no importaba: lo que importaba era seguir vivo.

Llevaba toda la noche peleando. Las horas se habían comprimido en un único presente de violencia continua. Sus puños ardían, las manos le temblaban, los gemidos de los vampiros se mezclaban con el crujir de huesos y el chasquido de mandíbulas que nunca parecían cansarse. Cada vez que una criatura caía, otra venía; como si la ciudad vomitara bestias sin tregua. Fénix entraba en una especie de euforia extraña: el cansancio y la ira se fundían en una claridad brutal que le permitía seguir moviéndose más allá del dolor. Era la furia del que no tiene ya nada que perder.

Pero el cuerpo cobra deuda, siempre. El agotamiento le arañaba las piernas: los movimientos, que antes eran precisos y feroces, empezaban a hacerse torpes. Levantar el brazo le costaba un mundo; dar un paso era una batalla de voluntad. Había un zumbido constante en sus oídos, una fatiga tan antigua que creía reconocer en ella la voz de todos los caídos. Sabía que no podía detenerse. Si se detenía, los demonios lo devorarían vivo; así había sido siempre, y esa ley cruel no cambiaba porque él quisiera descansar.

El horizonte, que hasta entonces había esperado en silencio, empezó a iluminarse con los primeros dedos de la aurora. Un gris pálido se expandió, luego un rumor de rosa, hasta que el sol asomó como una promesa brutal. La luz matinal tocó primero las puntas de los edificios hechos escombros, luego lamió los charcos de sangre, y por último, devolvió su juicio a las criaturas que aún se movían: su piel, acostumbrada a la noche, se encendió con un amargo crujir. Los vampiros de laboratorio gimieron bajo el fuego del día; muchos se retorcieron, otros ardieron en brasas negras y blancas, y otros más se disolvieron en humo antes de poder reaccionar. El sol, con su verdad implacable, limpió la oscuridad en una lluvia de fuego lento.

Fénix observó, entre sollozos ahogados y respiraciones cortas, cómo la marea de horrores se apagaba. La euforia que lo había mantenido se convirtió en una calma helada; sus piernas finalmente cedieron. Entre escombros y cadáveres, caminó con pasos vacilantes hasta donde el mundo parecía menos hostil —una avenida partida, una plaza ennegrecida, el esqueleto de lo que fue una ciudad—. Allí, rodeado por ruinas y silencio, se dejó caer.

El cuerpo le dijo basta. Sus rodillas se doblaron, y por primera vez en horas el mundo dejó de girar sólo en torno a la pelea. Se hundió en el polvo y el vidrio roto, la respiración hecha astillas. Cuando por fin las lágrimas llegaron, no fue un solo llanto: fue todo lo que no había podido llorar en meses, en años. Lloró por Anna, por Alucard, por los rostros que ahora eran memoria. Lloró por los que se fueron confiando en él, por los planes que se quemaron, por la infancia arrancada a una ciudad entera. Lloró por Berlín: por sus calles rotas, por sus casas en silencio, por el 99 por ciento de vidas que la noche se había llevado.

Las lágrimas mezcladas con la suciedad parecían pequeñas ráfagas de lluvia en una ciudad que ya no tenía refugio. Sus sollozos eran bajos, contenido todo en la garganta, pero enormes por la verdad que traían: la sensación de culpa, la certeza de haber llegado demasiado tarde, la rabia que abría un vacío en su pecho. Todo lo que había sido propósito y lealtad se le deshizo en manos temblorosas.

Alrededor no quedaba más que desolación. El humo se elevaba en columnas como dedos quemados, y el amanecer bañaba la escena con una luz cruel que no consolaba. El mundo era ahora un paisaje de ausencia, y Fénix, pequeño en medio de tanto hueco, se quedó allí, doblado, dejando que el llanto le vaciara el cuerpo mientras el sol seguía ascendiendo, ajeno, testigo impasible de lo que quedaba de la noche.

El silencio era tan profundo que solo se oía el goteo constante del suero cayendo en la bolsa a su lado. Fénix despertó con un sobresalto, los ojos abiertos de golpe, el pecho subiendo y bajando con dificultad. Tardó unos segundos en entender dónde estaba. La habitación era blanca, estéril, con el olor a desinfectante impregnando el aire. El pitido irregular de un monitor marcaba el ritmo de su respiración entrecortada.

Intentó moverse, pero el dolor lo atravesó como una descarga eléctrica. Cada músculo, cada costilla, cada fibra de su cuerpo protestó con violencia. Tenía vendas desde el cuello hasta los pies; algunas estaban empapadas en sangre seca, otras recién cambiadas. Sentía el sabor metálico en la boca y un peso insoportable en la cabeza. Su garganta estaba tan seca que al intentar hablar solo logró emitir un sonido áspero, inhumano.

Poco a poco, con un esfuerzo casi heroico, se incorporó un poco en la cama. El movimiento le arrancó un gemido ahogado. Sus ojos vagaron por la habitación hasta detenerse en la ventana. Afuera, la lluvia golpeaba el cristal con una cadencia suave, casi hipnótica. Los relámpagos iluminaban la ciudad a lo lejos, y en uno de ellos leyó el cartel del hospital: LMU Klinikum – München.
—Múnich... —murmuró con voz temblorosa, apenas audible.
Su mente tardó unos segundos en procesarlo. Había estado en Berlín... y ahora estaba allí. ¿Cómo? ¿Quién lo había traído?

En ese momento, la puerta se abrió con un chirrido leve. Una figura familiar entró con paso lento pero decidido. Enid.
Llevaba una chaqueta oscura y el cabello recogido. Su expresión era serena, pero sus ojos delataban cansancio y preocupación.
—Despierto al fin... —dijo con un suspiro que mezclaba alivio y tensión—. Tienes que descansar, Fénix. Apenas sobreviviste.




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