CAPÍTULO 131 : Armamento-2
Entró en la armería de Enid Corp como quien vuelve a casa después de una noche interminable: pasos medidos, respiración contenida, la corbata aún algo torcida. Las luces fluorescentes iluminaban filas de armas empaquetadas, vitrinas con componentes y mesas de trabajo con herramientas que olían a aceite y metal caliente.
Al fondo, apoyado contra una mesa, estaba Tom. Casi sesenta años —la frente surcada de arrugas, el pelo ya cano— pero con los ojos vivos y esa calma de quien ha pasado media vida reparando cosas que otros rompen. Al verlo, Tom sonrió con esa mezcla de cariño y orgullo que sólo tienen los amigos de verdad.
—Mira quién aparece —dijo, levantándose y alargando la mano—. Si no es el hombre del saco negro. ¿Te han dejado suficiente pasta para gastar en juguetes, o volvemos a las reliquias de siempre?
Fénix le devolvió la sonrisa, más fatigada que alegre, y estrechó la mano con firmeza. Había confianza entre ambos; una fraternidad forjada en misiones y en noches de guardia.
—Tom —contestó—. ¿Tienés lo que te pedí?
Tom hizo una pequeña reverencia teatral y, con cuidado, abrió un maletín acolchado. Dentro, cubierta por una tela negra, reposaba la Matilda Mk II: compacta, elegante y con líneas más modernas que la pistola que Fénix había llevado tantos años. Tenía el acabado mate, nervaduras sutiles en el armazón para mejor agarre y un cañón ligeramente ahusado que denotaba trabajo de alta precisión. Era, a primera vista, una pieza que combinaba ergonomía y letalidad.
Tom dejó que Fénix la tocara. El gesto del viejo era casi paternal.
—Es una belleza —murmuró Tom—. Diseñada por el equipo de proyectiles de Enid, fabricación limitada, tolerancias milimétricas. Está pensada para aguantar uso rudo sin perder precisión. Y lo mejor: la hemos adaptado para las rondas especiales que pediste.
Fénix la sostuvo. El peso le resultó familiar y distinto a la vez: una extensión de su cuerpo, pero más contenida, más “profesional”.
—¿Qué llevan esas balas? —preguntó, clavando la mirada en Tom.
Tom cerró el maletín con suavidad, como quien cuida un secreto y, con voz más baja, explicó:
—No son municiones cualquiera. Son rondas exclusivas, carísimas de fabricar: núcleo con compuesto de nitrato de plata y una matriz farmacológica que permite que el compuesto entre en el torrente al penetrar. No las llamamos “balas” en voz alta en el laboratorio; las llamamos “plata clínica”. Actúan interfiriendo con la capacidad regenerativa de los sujetos afectados —les ralentiza la curación y provoca un fallo sistémico progresivo—. No es instantáneo, pero para lobo o vampiro de laboratorio es letal.
Tom dejó que la idea se asentara, midiendo la reacción de Fénix.
—Son caras —insistió—. Se hacen bajo condiciones controladas, con microfiltrados y un sello en cada cartucho. Cada una vale lo que cuesta mantener a un equipo en campaña una semana entera. Por eso te doy veinticuatro. Veinticuatro oportunidades. Cuídalas como si fueran las últimas cosas que tienes.
Fénix asintió, el gesto seco. Tom le pasó el cargador ya preñado y una caja metálica con las 24 balas, numeradas. El frío del metal le subió por la palma.
—¿Veinticuatro? —repitió, no sin una sombra de ironía—. Bien. No voy a malgastarlas.
Tom le dio un palmotazo en el hombro, casi un abrazo.
—No, no lo hagas. Y mantenela limpia. Dale mantenimiento cada vez que vuelvas de una salida. Y si te piden que la entregues… pensalo dos veces antes de obedecer. Esas balas no se reemplazan fácil.
Antes de guardarla, su mirada se posó en un detalle: un grabado fino en la culata, casi como una dedicatoria.
—¿Qué dice? —preguntó, tocando con el índice la inscripción.
Tom se acercó y lo leyó en voz baja, como quien pronuncia una sentencia que le pusieron a alguien.
—«POR LOS QUE NO VOLVIERON» —dijo—. La señorita Enid insistió en ponerlo.
Fénix dejó que las palabras reposaran en el aire. Eran pocas letras, pero cada una llevaba un peso. Al escuchar que Enid había pedido ese grabado, algo en su estómago se apretó: no sólo una herramienta, no solo una arma; un recordatorio. Tom, como siempre, añadió su último consejo con voz grave:
—Ella quería que lo tuvieras. Dijo que lo necesitabas. Y si Enid lo quiso… mejor que lo uses con cabeza.
Fénix cerró el maletín con un clic meticuloso. Las balas tintinearon dentro de la caja metálica, discretas y peligrosas, y la Matilda quedó pegada al costado de su cuerpo como una promesa silenciosa. Salió de la armería con Tom llamándole por detrás, ya en tono más ligero:
—Vuelve con historias, no con pedazos. ¿Entendido, muchacho?
—Entendido —respondió Fénix, y por primera vez en horas, su paso tuvo una dirección clara.
Salió de la armería con la Matilda cómodamente oculta en la funda interior del saco y la caja de balas apretada contra el costado. Al doblar en el pasillo principal de Enid Corp lo sorprendió una voz alegre.
—¡Eh! —gritó Marcus, acercándose con paso rápido—. ¡Mira quién decidió levantarse!
Lucian y Vanessa venían detrás, sonriendo. Los tres se plantaron frente a él como un pequeño frente de bienvenida improvisado. La luz fría del pasillo les daba un aspecto menos duro que el del túnel; por un instante todo fue normalidad prestada.
—Bienvenido al mundo de los que todavía caminan —bromeó Lucian, con esa media sonrisa que siempre llevaba—. Pensé que no te ibas a recuperar mas.
Fénix les devolvió la sonrisa con la corbata algo torcida, con las manos aún agarrotadas por la tensión, pero de pie. Había algo de alivio en su mirada al verlos vivos.
—Gracias —dijo—. No era el plan todavía.
Marcus se acercó un paso.
—Te quedan bien esas cicatrices —soltó, curioso y sincero—. Te dan carácter. No te preocupes, se ven mejor con el tiempo.
Vanessa rodó los ojos con falsa dureza y añadió:
—Dejalo, Marcus. A nadie le preguntes si las cicatrices le quedan bien. Es raro.