Code Fénix Maximum

CAPÍTULO 132: Insurrección

CAPÍTULO 132: Insurrección

La farmacia parecía anodina: escaparates pulcros, estanterías con cajas alineadas, un cartel antiguo colgando con una bombilla que titilaba. Desde la acera, nada la delataba como otra cosa que no fuera un comercio de barrio. Pero en la trastienda, detrás de una puerta metálica con un código, latía el verdadero negocio: viales, substancias empacadas en frío, y un laberinto de cajas con etiquetas que el inspector menos curioso aceptaría sin pestañear.

Enid Corp. había aceptado el encargo con toda la frialdad profesional del caso. El gobierno federal, con funcionarios que necesitaban nombres y no preguntas, les había pedido que “pusieran orden” en la red. Para evitar escándalo político, la operación debía ser discreta: limpiar, controlar y recuperar pruebas sin filtrar. Enid había enviado a su equipo más proclive al conflicto directo.

A diez metros de la farmacia, una furgoneta negra esperaba en sombra. Fénix, Lucian y Vanessa revisaban equipo y respiraban con calma. Ninguno hacía ruido. El plan que les había dado Enid era precisamente eso: simple, directo y mínimo en variables.

—Repásalo una vez más —susurró Vanessa, con la linterna corta apuntando al bolsillo de su chaqueta—. No quiero sorpresas.

Fénix apoyó la palma en el capó, la mirada en el escaparate. Su voz era neutra, controlada.

—Entrada por la parte trasera. Empujón rápido, neutralizar a dos guardaespaldas y asegurar la sala de labor. Lucian se queda con las pruebas y yo voy a por el cerebro del grupo. Vanessa cubre la retirada. Un solo contacto, dos minutos dentro —dijo—. Sin espectáculo, sin persecuciones largas.

Lucian sonrió con socarronería, pero sus manos no temblaron al cargar el equipo.

—Dos minutos es optimista, pero acepto la apuesta. Si el plan falla, improvisamos en silencio y nos vamos —contestó.

Vanessa cerró la cremallera de su chaleco antibalas como quien afina un instrumento.

—Recordad: el gobierno nos pidió pruebas, no cadáveres. Si alguien abre fuego y no es estrictamente moral, retened. Queremos los nombres, no titulares.

La furgoneta se detuvo y el equipo se movió con la precisión de siempre: pasos medidos, miradas que repasaban cada ventana y cada sombra. Vanessa se adelantó hasta la puerta trasera, palmeó el metal como quien aferra un secreto, y con un gesto silencioso autorizó la entrada. Fénix, Lucian y ella entraron en formación.

La trastienda olía a solvente y a plástico caliente. Las lámparas fluorescentes parpadeaban. Nada presagiaba el estruendo que venía: un silencio tenso, como la cuerda de un arco antes de soltarla.

Del fondo de la sala surgió una carcajada corta y despectiva. El líder de la red, de pie sobre una tarima improvisada, se permitió un aplauso lento, casi teatral.

—Pensé que vendríais con más discreción —dijo con voz de hombre acostumbrado a doblar voluntades—. Pero está bien. Venid. Probablemente será divertido.

Antes de que alguien pudiera reaccionar, sus hombres activaron los fusiles. Las ráfagas rompieron el aire. La puerta por la que habían entrado se cerró de golpe: los habían esperado.

—¡Cubridos! —gritó Vanessa instintivamente, tirándose hacia el mostrador.

El estruendo fue un látigo. Lucian rodó tras unas cajas; Fénix se cubrió con el mostrador, pero una bala vino directa y le impactó en el antebrazo izquierdo. La quemazón fue instantánea, un pitido metálico que le bajó por la mano. Miró la sangre que manaba oscura; detrás del dolor, una rabia fría prendió en sus ojos.

—¿Estáis bien? —preguntó Vanessa entre disparo y disparo, calibrando ángulos para responder sin exponerse.

—Sí —contestó Fénix con voz contenida—. Solo un rasguño.

Lucian devolvió fuego con precisión quirúrgica. La escena se volvió un cuadro de pólvora: humo, cajas volando en astillas, envases que rodaban. Vanessa neutralizó a dos atacantes con tiros que desarmaron pero no mataron; buscaban incapacitar y mantener el control. Aun así, consiguieron tumbar a varios miembros de la mafia: cuerpos que caían entre estanterías, ecos de golpes, el olor a pólvora.

El líder, desde su posición elevada, bufó con suficiencia al ver que algunos de sus hombres caían.

—¡Retirada! —ordenó, y su voz tenía la urgencia de quien sabe que la noche le juega en contra.

Los que quedaban comenzaron a retroceder hacia la salida trasera y, en pocos segundos, un corredor de sombras se abrió hacia la calle. Iban rápido, con disciplina de quienes han practicado fugas.

Fénix apenas tuvo tiempo de incorporarse. La sangre en su brazo palpitaba con cada movimiento; la bala, fría y redondeada, le clavaba un recordatorio. Sin pensar en el dolor, se alejó de la cobertura y, con la misma mano herida, buscó la pequeña bolsa médica que llevaba siempre. Sacó una pinza, respiró hondo y, con un gesto esencial y brutal, tiró de la bala de plata que alojaba su brazo. Un sonido húmedo y breve. No se detuvo a mirar; apretó la herida con fuerza, mordió el labio y lanzó un gruñido que nadie interpretó como otra cosa que no fuera determinación.

Por la calle trasera, las sombras se movían en retirada. Dos hombres corrían con sacos; otro trataba de arrancar el motor de un coche cargado. Fénix, con un brazo vendado, fue una sombra más entre sombras, pero su velocidad era diferente: estaba alimentada por la cólera y algo más antiguo en su sangre. Alcanzó al primero con un golpe seco que lo dejó sin aire; luego, sin pausa, centró su atención en los dos que intentaban subirse al coche. Uno levantó un arma; Fénix se dejó llevar por la inercia de la pelea y, con un impacto preciso, desarmó y tumbó. No fue una ejecución fría: fue la contención absoluta de alguien que no permitiría que su marca se escapara.

Los últimos dos hombres que quedaban intentaron dividirse. Fénix escogió el mejor ángulo: un salto, un codo que rompió la defensa, y dos caídas que sellaron la escena. Cuando cesó, el asfalto olía a aceite y a sangre, y la luna miraba como testigo indiferente.




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