CAPÍTULO 133: Insurrección-2
La sala principal de la sede provisional de Enid Corp en Múnich era un rectángulo amplio de vidrio y acero, con vistas sobre la ciudad que aún olía a lluvia reciente. Mesas limpias, pantallas apagadas y plantas de interior que intentaban darle un poco de vida humana al lugar. Fénix, Lucian y Vanessa estaban sentados en fila, las manos en los muslos, como si esperaran la caída del telón. Había cansancio en los gestos de los tres; la noche había dejado marcas que no se ocultaban con corbatas ni gestos de cortesía.
La puerta se abrió con la precisión de quien no tolera retrasos. Enid apareció con su abrigo ceñido y los ojos como un cuchillo: pacientes, pero sin compasión. Cuando posó la mirada sobre ellos, el aire pareció tensarse.
—Lucian, Vanessa —dijo, sin ceremonia—. Pueden retirarse. Tengo que hablar con Fénix en privado.
Ambos intercambiaron una mirada rápida; Lucian soltó una media sonrisa de apoyo, Vanessa asintió con la mandíbula apretada. Se levantaron con un movimiento casi sincronizado y, antes de salir, Lucian dejó una mano breve en el hombro de Fénix, un gesto de solidaridad que no necesitó palabras. La puerta se cerró tras ellos, y la sala quedó reducida a tres respiraciones: Enid, Fénix y el silencio.
Enid dio unos pasos y se plantó a medio metro de la silla de Fénix. Lo miró cabeza a cabeza, sin esperar que él empezara. Su voz, cuando llegó, no llevaba la cortesía de antes: era fría, cortante, despojada de cualquier afecto.
—Esto no es una telenovela de héroes —comenzó—. Esto es trabajo y consecuencias. Y tú, Fénix, te comportaste como un idiota. Como un animal desbocado que cuesta más que proteger a toda la plantilla.
Fénix no respondió. Tenía la mirada baja, los músculos del cuello tensos. No había súplica ni justificación en su rostro; solo la huella de la pelea, la sangre seca en la venda y algo equivalente a un cansancio monumental.
Enid no aflojó. Fue directa, implacable.
—Tuvimos que reconocer al tipo por la huella dactilar. —la frase cayó como una sentencia—. ¿Sabes por qué? Porque ningún humano normal podría identificar a esa basura por la cara. Lo tuvieron que hacer así, con el sistema. Las cámaras no sirvieron. Eso es un trabajo mal hecho y un riesgo que no podemos tolerar.
Fénix apretó la mandibula, pero permaneció en silencio.
—Y encima —continuó Enid, subiendo el tono hasta rasgar la calma—, tuve que gastarme una fortuna para que no acabara preso. ¿Por qué? Porque un padre y su hijo lo vieron. Dos civiles. Si la prensa —si la mierda que llamáis prensa— hubiera pillado la escena, si ese hombre hubiera ido a la prensa, nos habríamos quedado con mil problemas legales, políticos y regulatorios. Gasté dinero, intercedí, pagué para que se evaporara la escena y tú vienes con tus puños y tus espectáculos.
Sus ojos brillaban con una inteligencia que mordía; detrás de la dureza había cálculo, y detrás del cálculo, una rabia que no sabía convertir en otra cosa que palabras cortantes.
—¡Tú! —Enid dio un paso adelante, la voz haciéndose aguda—. ¿Te das cuenta del egoísmo? ¿Te das cuenta de que una sola tarde de furia puede costarle millones a la compañía, a la gente que trabaja aquí, a tu equipo? ¿Crees que somos un club de héroes sin consecuencias?
Fénix levantó la vista un instante, y en los sus ojos había una marea de cosas—culpa, cansancio, odio—pero no respuesta. El silencio suyo era más peligroso que cualquier réplica.
Enid pareció perder la compostura por un segundo; su rostro se contorsionó en una expresión que mezclaba desprecio y un dolor afilado.
—Eres un maldito irresponsable. —Las palabras salieron ásperas—. ¿Qué te hace pensar que puedes romper cosas y luego volver a ponerte la corbata? ¿Qué te hace pensar que tienes derecho a destruir hasta que algo quede hecho cenizas y yo voy a recoger los pedazos?
Fénix apretó los puños bajo la mesa; los nudillos se le blanquearon.
—No me contestes —dijo Enid, más baja pero aún hiriente—. No quiero excusas. No quiero repetir los nombres de los que ya están muertos. ¿Sabes? Me cansa esa moral teatral. Tu violencia no nos da ventaja; nos expone. Nos hace pagar.
Ella respiró hondo, como si volviera a reunirse a sí misma en piezas.
—Gasto, influencias, limosnas legales, contactos… todo para que tu estallido no nos deje contra la pared. He dicho que te doy margen porque eras útil. Pero hay límites. No puedo cubrir cada caída tuya. No puedo salvarte cuando cruzas la línea.
Fénix permaneció inmóvil, la cara endurecida, los ojos algo vidriosos. Por primera vez, se le notaba vulnerable y eso no era una debilidad bonita; era una grieta que se abría hacia algo peor.
Ella señaló con el mentón hacia la ventana, hacia la ciudad que brillaba bajo la lluvia de Múnich.
—Mira la ciudad —murmuró—. Nosotros tenemos que reconstruir, organizar, mantener esto vivo. No podemos ser el ejército de un hombre en pena. No puedo permitir que tus demonios se conviertan en nuestra factura.
El silencio fue una acumulación de relojes.
Fénix por fin habló, la voz dura, seca, sin florituras.
—¿Eso era todo lo que tenías para decir? —preguntó, no tanto un reclamo, sino un instante de rendición.
Enid ladeó la cabeza, sorprendida por la frialdad del tono. Sus labios se apretaron.
—No —respondió—. Tenía más, pero no voy a desperdiciar saliva en la nostalgia de un héroe inconsecuente.
Se estaba acercando al final del discurso cuando Fénix se puso de pie con una lentitud deliberada. Cada movimiento suyo era una decisión. Caminó hacia la puerta con pasos pausados, la corbata colgando y la venda alzada como una bandera de derrota.
—Me voy —dijo, sin mirar atrás.
El aire pareció encogerse. Enid dio un solo paso y clavó los ojos en su nuca.
—¡No me dejes así! —gritó, la voz quebrando por primera vez en un tono que no era sólo control—. ¡No puedes irte así! No puedes dejarme recoger los pedazos sola otra vez. ¡No me sueltes, Fénix!