CAPÍTULO 135: Insurrección-4
La noche en Múnich tenía un pulso húmedo y lento; la lluvia reciente brillaba en el asfalto y las luces de neón pintaban el aire de rojo y azul. Fénix caminó encapuchado, la sombra de la capucha recortando su perfil contra los escaparates apagados. No buscaba compañía ni sonrisa: buscaba respuestas.
Llegó a una fachada sin brillo, una entrada discreta entre bares de mala muerte. El portero, un tipo ancho con tatuajes que le marcaban el cuello como cortezas, lo miró de arriba abajo sin sorpresa. Había una lista y esa noche, si sabías la contraseña correcta, pasabas. Fénix se acercó y, con voz baja y sin quitarse la capucha, dijo:
—“Cuervo rojo”.
El guardia levantó una ceja, como si esa palabra fuera exactamente la que esperaba. Hizo un gesto con la cabeza y empujó la puerta. Un pasillo estrecho, oscuro y olor a metal viejo los condujo hacia abajo, hacia lo que parecía un sótano más allá de la ciudad.
El latido del club creció a medida que avanzaban: música sorda, gritos ahogados, el choque de cuerpos en algún recinto a lo lejos. Al final del corredor, la puerta se abrió y la visión se desplegó: no era el club de botellas y humo de siempre, sino algo más crudo y peligroso. Una sala amplia, húmeda por la respiración de la gente, y en el centro un pentagono improvisado —cinco lados pintados con sangre seca y aceite— donde la gente apostaba sin preguntar, con la adrenalina como moneda.
Fénix se movió entre las sombras, observando los combates, las apuestas, la algarabía de quienes perdían y ganaban sin escrúpulos. No vino por espectáculo. Caminó hasta la recepción del lugar, una tarima elevada de donde emergía un hombre que parecía tallado para mandar: joven, quizá veinticuatro años, barba cuidada y un abrigo ostentoso hecho de piel de león que le caía sobre los hombros como un manto real. La sala, en contraste con el hedor de la pelea, exhibía un lujo extremo: lámparas de araña, mesas con cristales y botellas caras en estantes brillantes. Nada en ese sitio respetaba la discreción, salvo la violencia que se vendía en el centro.
Fénix esperó a que el recepcionista asintiera con un gesto y preguntó, seco:
—Busco a Hércules.
El nombre flotó y llegó a oídos del hombre del abrigo. Por un momento, el tipo siguió contando billetes con movimientos lentos, meticulosos; después levantó la vista, lo miró y sonrió como quien recibe una promesa cumplida.
—¿Nos conocemos? —preguntó Hércules en voz baja, sin dejar de acariciar la pila de dinero en su regazo—. ¿Quién eres tú?
Fénix se descubrió lo justo para que la sombra del rostro quedara a la vista y respondió con la misma claridad que la noche:
—Fénix Rogers. Busco información.
Hércules ladeó la cabeza, examinándolo. Había algo en la forma en que Fénix se sostenía que no era cualquiera intentando sacar tajada. En vez de responder, Hércules dio una orden breve a un chico que estaba a su lado.
—Traedle una silla al señor Rogers.
El joven obedeció y le acercaron una butaca tapizada. Fénix se sentó con la calma de quien no necesita demostrar nada, y en ese silencio tenso sacó un fajo gordo, oloroso a tinta fresca y, sin perder la compostura, se lo arrojó sobre la mesa frente a Hércules. El fajo descremó el aire con un golpe seco y se desplegó entre las manos del anfitrión.
Hércules dejó de contar por un segundo. Sus dedos acariciaron los billetes y, al rozarlos, su expresión cambió: el cálculo económico sustituyó la indiferencia; la avaricia se hizo evidente. Contó, palpó, y repitió el gesto con la tranquilidad de quien sabe que la riqueza compra silencio y respuestas.
—Bien —murmuró—. Dime qué quieres saber.
Fénix no sonrió. Le habló con la precisión de un cirujano.
—Antigen, su dinero en el club. ¿Siguieron invirtiendo tras Berlín? ¿Con quién trabajaban en Munich?
Hércules jugueteó con un vaso de whisky, miró a su alrededor y después se inclinó hacia adelante, como dispuesto a dar una concesión.
—Antigen dejó de invertir hace un mes, tras lo que pasó en Berlín —dijo—. Se evaporaron. Sin aviso. Sin carta. No pagaron lo último. Nos dejaron colgados. Pero antes, sí: eran clientes de primera. Pagaban bien, exigían discreción. ¿Qué más quieres?
Fénix presionó con un tono que no admitía tibieza.
—¿Quién era el enlace? ¿Algún nombre, empresa pantalla, alguien que viniera a cobrar o a hablar con ustedes directamente?
Hércules negó con la cabeza. Su voz era sincera pero limitada.
—No sé nombres propios. Todo venía por intermediarios. Cheques, transferencias encriptadas y un tío que venía de vez en cuando con maleta cerrada. No preguntábamos mucho. Lo que sí: había una bodega fuera de la ciudad —un sitio que antes pertenecía a Antigen—. La semana pasada pasó a manos del gobierno. Ahora dicen que es propiedad estatal. ¿Por qué? Ni idea. Algo de expropiación, controles, lo típico cuando se sospecha de actividad ilegal. Puede que encuentres algo ahí, si no la han vaciado del todo.
Fénix afinó la mirada. Esa posibilidad encendió una chispa. —¿Dónde queda exactamente? —preguntó.
Hércules tardó en responder. El silencio fue un gesto de protección; en ese club, la información valía y su entrega debía pagarse con cautela.
—Un polígono industrial al sureste de la ciudad —dijo al final—. Por la autopista 95, saliendo por la salida del polígono Langwied. No es un lugar glamuroso. Está cercado y hay presencia oficial desde hace días. Pero siempre hay huecos cuando las cosas se hacen por prisas. Si vas, ten cuidado. No es un paseo.
Fénix asimiló la dirección con la frialdad de quien anota un punto en un mapa que arde. Guardó su paciencia como se guarda una carta bajo la manga y añadió, en voz baja:
—¿Por qué Antigen se fue de golpe?
Hércules se encogió de hombros, la mirada esquiva.
—Tal vez olieron que la cosa se iba a poner fea. Tal vez les salió más barato desaparecer que pagar la factura. No sé. No me gustan las desapariciones: suelen significar problemas. Pero lo repito: dejaron de invertir hace un mes. Y si quieres más pistas lo mejor es que no preguntes donde no debes. Hay ojos por todas partes.