Code Fénix Maximum

CAPÍTULO 136: Insurrección-5

CAPÍTULO 136: Insurrección-5

La noche en Múnich tenía un filo frío; la luna se escondía entre nubes lentas y la lluvia reciente hacía brillar los charcos como espejos rotos. Fénix bajó la capucha más hasta la frente, dejando sólo los ojos al descubierto. Todo negro: zapatillas, vaqueros, sudadera, guantes finos —un disfraz de sombra—. Caminó sin ruido por el polígono hasta la nave industrial que Hércules le había señalado, y el silencio lo recibió como complicidad.

Las vallas estaban oxidadas, la cercanía vigilada por un par de cámaras que ahora parpadeaban inútiles bajo un cable cortado. Fénix se movió como si fuera parte del paisaje: comprobar, sortear, avanzar. No forzó puertas; las bisagras y el óxido le hicieron favores. Encontró un acceso lateral medio oculto por palés. Con dos movimientos precisos, se deslizó dentro.

El olor le golpeó apenas entrar: químicos antiguos, madera húmeda, algo metálico que recordaba a sangre. La oscuridad interior era densa, pero llevaba linterna en la muñeca: un haz corto que diseccionaba el espacio. Pasillos flacos, puertas con nombres tachados. En una pared, alguien había escrito con rotulador: “NO TIRAR MUESTRAS”. Más adelante, un portón metálico con un lector desconectado: lo forzó con una barra y un chasquido sordo cedió la cerradura. Bajó por una trampilla que olía a frío y a laboratorio mal ventilado.

Abajo, el sitio estaba vivo en su abandono. Mesas con instrumental medio cubierto, viales rotos, cuadernos con notas borrosas, placas petrificadas que mostraban cultivos fallidos. Instrumentos de precisión que ahora descansaban con polvo. En una pizarra, fórmulas entrecruzadas con tachones; el rastro de un proyecto que se deshizo antes de nacer. Etiquetas: “Protocolo U-L”, “muestra B-14 — no viable”, “pruebas rev. 3 — BIOSEG”. Todo hablaba de prisa, de experimentos que fueron empujados y abandonados.

Mientras se abría paso entre cajas, Fénix recogió papeles: expedientes de muestras, nombres que olían a Antigen, siglas y fechas. Pero lo que buscaba no estaba en el papel; lo buscaba en la carne y en la boca de quien supiera. Y esa boca, al parecer, estaba cerca.

Un ruido detrás de una puerta metálica lo puso en alerta. La empujó sin aviso. Allí, en un cubículo improvisado entre incubadoras heladas, un hombre se acurrucaba: delgado, con la camisa arrugada y manchas marrones en las mangas. Ojeras profundas le tallaban la cara; los ojos, grandes y abiertos, destilaban pánico puro. Se incorporó con un sobresalto al ver la figura encapuchada en el umbral.

—¡No! —balbuceó, la voz quebrada—. No… por favor, no…

Fénix bajó la linterna hasta que el haz quedó en su cara. El tipo tragó saliva y balbuceó un nombre: —E-Edward Johnson… científico… Antigen… por favor, no me haga daño.

No parecía unambres; parecía un hombre que llevaba demasiado tiempo asustado. Sus manos temblaban y buscaban algo que no existía. Fénix dejó la capucha atrás con un gesto suave, no anunciando confianza sino intención. Avanzó unos pasos con calma medida, para que el movimiento no fuera amenaza, sino puente.

—Tranquilo —dijo Fénix en voz baja, sin promesas melodramáticas—. No voy a hacerte daño si me ayudas. Necesito respuestas sobre Antigen. ¿Trabajaste para ellos?

Edward se hundió contra un banco, como si el peso del mundo le hubiera hallado por fin un asiento. Sus ojos no dejaban de moverse, buscando cámaras, salidas, sombras. —Sí —murmuró—. Lo hice. Pero si… si ella se entera, si se entera de que hablo, me matan. Te lo juro, me matan. Me tienen bajo control... me trajeron aquí, el gobierno me vigila... no puedo...

Fénix lo miró con dureza y fatiga. La insistencia que traía en la voz le dijo que Edward no iba a salir por voluntad propia. Lo empujó suavemente, como probando una línea de defensa.

—Sal conmigo. Hablamos afuera, donde puedas respirar. —La propuesta fue simple, directa.

Edward se retiró hacia atrás, el pánico le cerró la garganta. —No puedo… si digo algo, si abro la boca, ella lo sabrá. Ella tiene ojos en todas partes. Está… no, —corrigió, su respiración se volvió un hilo—, ella me matará por traicionar… no puedo.

Fénix observó al hombre, sopesó. La única manera de garantizar la conversación era asegurar que Edward no pudiera correr ni que el miedo lo paralizara. Sin llamar la atención ni explicar, metió la mano en el abrigo, sacó una jeringa con un líquido turbio contenido en su interior —no nombró compuestos y no se detuvo en técnica—. La sostuvo un segundo a la vista, un recordatorio silencioso de lo que iba a pasar: calma, no violencia. No quería verdugos; quería voz.

Edward siguió los movimientos con mirada de presagio. —No—, intentó protestar, la boca seca, pero la protesta fue sólo un hilo que el viento cortó. Fénix acercó la jeringa al cuello del hombre y, con un gesto preciso y sin ostentación, pinchó el sedante. No hubo drama de instrucciones; hubo un soplo y luego los párpados de Edward empezaron a caer como cortinas despacio. Su cuerpo se relajó, la mandíbula se aflojó y un suspiro pequeño escapó, rendido.

Fénix esperó unos segundos hasta que la respiración se hizo lenta y regular. Metió la jeringa en el bolsillo sin mirar el contenido, y con manos firmes sujetó a Edward por los hombros. No era elegante; era necesario. Lo arrastró hasta la trampilla, con esfuerzo medido para no dejar rastro de lucha. La nave parecía más grande cuando el cuerpo estaba a su cargo: pasillos que conocía ahora como rutas de escape, puertas que había probado en la llegada.

Afuera, el frío le pegó como un látigo. Con cuidado, dejó a Edward en una esquina cubierta, fuera del campo de visión de las cámaras que sabía aún funcionaban. Lo cubrió con una manta vieja que encontró en un pallet cercano, comprobó que respiraba, y se inclinó para oír su pecho —las respiraciones, lentas y profundas, confirmaban el efecto del sedante—.




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