Code Fénix Maximum

CAPÍTULO 137: Insurrección-6

CAPÍTULO 137: Insurrección-6

La oficina de Enid tenía la luz atenuada; el cityscape de Múnich se filtraba por el ventanal y confundía las sombras en la alfombra. Fénix estaba hundido en el sofá, la camisa manchada y las manos aún temblorosas. Tenía la mirada perdida en algún punto entre las rodillas. Enid entró, cerró la puerta con suavidad y se sentó en la butaca situada frente a él. Por primera vez desde hacía días, dejó a un lado la coraza estricta de la CEO y habló con la calma de quien comparte un lecho.

—Siéntate —dijo con voz baja, más pareja que jefa—. Quiero que me mires a los ojos.

Fénix levantó la vista, con los ojos vidriosos. No parecía preparado para enfrentarse a la petición, pero lo hizo. Ella apoyó las manos en sus rodillas y se inclinó un poco hacia adelante como quien acorta una distancia íntima.

—Dime —repitió Enid—. ¿Por qué has estado tan violento? Destrozar la cara de un traficante, casi asesinar a alguien que nos podía dar información… no es táctica, Fénix. Es… —se detuvo, buscando la palabra— es dejarte llevar. ¿Por qué?

El silencio estiró el aire. Fénix respiró hondo; sus hombros temblaron. No fue una respuesta medida sino una fractura.

—Desde el infierno en Berlín… —empezó, la voz rota— siento… algo dentro de mí se despertó. No es solo rabia. Es como una bestia que ya no puedo silenciar. Antes podía contenerla, controlarla. Ahora… ahora me sale por las manos, por los puños. Y cuando veo a alguien como ese líder… no soy capaz de frenar.

Las palabras le salieron atropelladas; en sus ojos se veía el recuerdo de gritos, polvo y cuerpos. Fénix apartó la mirada y una lágrima rodó por su mejilla. Intentó contenerse, pero la tensión acumulada explotó: comenzó a sollozar, primero quedo, luego más fuerte. Las manos le temblaban sobre los muslos, como si la cordura estuviera a punto de deslizarse.

Enid no se mantuvo distante. Se levantó y, sin ceremonias, se acercó. Se sentó junto a él en el sofá y lo abrazó con decisión, como quien sabe que el abrazo no cura, pero sí sostiene.

—Shh… —murmuró al oído—. Tranquilo. Estoy aquí.

Fénix se dejó sostener. El llanto fue descargando capas de polvo, culpa y cansancio. Entre sollozos murmuraba nombres que dolían: Anna, Alucard, Marcus. Enid le acariciaba la nuca con ternura y firmeza a la vez; su mano rozaba el cuero cabelludo, el gesto repetido de quien intenta recomponer.

—No me digas que esto te hace menos —dijo ella, en voz baja pero firme—. Me importas demasiado como para juzgarte ahora. Te juzgaré después, cuando estemos más lejos de esto. Ahora… ahora necesito que estés vivo.

Fénix apretó el abrazo con ferocidad y la voz le salía quebrada.

—No quiero ser la cosa que me dio poder —dijo—. No quiero que eso sea todo lo que queda de mí. Pero cada vez que me contengo, veo lo que perdimos. Y la furia me arrastra.

Enid le dejó que llorara; cuando su respiración empezó a calmarse, apartó la cara lo justo para mirarlo a los ojos otra vez. Sus manos le sostuvieron la cara con suavidad, como si le ofreciera un anclaje.

—Escúchame —dijo ella—. No vas a cargar con esto solo. No ahora. No lo permito. Yo me encargo del testigo. Voy a aislarlo, asegurar la información y protegerlo. Y me encargo de Viktor y Darem. Yo abriré los caminos que haya que abrir.

Fénix la miró, incrédulo y aún quebrado. Una mezcla de sorpresa y alivio surcó su rostro al oír esas promesas. Ella continuó, con la voz templada por la determinación que la definía en público y la ternura que le dejaba asomar en privado.

—No pido que dejes de sentir. No quiero eso. Quiero que vivas para poder ajustar cuentas cuando sea necesario. Te necesito entero, no hecho pedazos. Yo me encargo ahora del trabajo operativo pesado. Tú te cuidas. Recuperas fuerzas. Te vas a poner en manos de los que te devuelvan a ti mismo, no a la bestia.

Fénix, rendido por la emoción, soltó otro sollozo. Las lágrimas le limpiaban la cara. Su voz, cuando salió, fue apenas un susurro.

—No sé si merezco que te pongas en riesgo… —dijo—. No sé si merezco que te ocupes de esto por mí.

Enid negó con la cabeza y su sonrisa, pequeña y amarga, fue sincera.

—No lo haces por merecer. Lo hago porque te quiero. Y porque si no lo hago, ¿quién lo hará? —Se detuvo—. Pero deja algo claro: no te voy a proteger de todo. No estoy aquí para ser tu redención automática. Te sostengo, sí; pero también voy a exigirte que trabajes con disciplina, que aceptes ayuda, que te sometas a control. No más escenas que nos pongan al borde del precipicio.

Fénix asintió con la cabeza, la barbilla aún temblando. Se abrazó a ella una vez más, como pidiendo permiso para creer.

Enid apretó su mano contra la mejilla de Fénix y cerró los ojos un instante antes de hablar.

Fénix se dejó caer, exhausto, con el cuerpo quieto en el abrazo. Había roto por dentro, sí, pero también había encontrado una pausa donde respirar. Enid le apoyó la frente contra la suya.

Horas antes...

La noche caía sobre Neuschwanstein, donde se celebraba una elegante gala benéfica organizada por la élite política alemana. Luces doradas iluminaban los muros de piedra blanca, y el sonido de copas de champán y música clásica llenaba el ambiente. A simple vista, todo parecía un evento intachable, pero Marcus sabía que detrás de esas sonrisas y vestidos de gala se escondía algo más oscuro.

Marcus se ajustó el puño de su esmoquin negro mientras observaba la sala desde uno de los balcones superiores. A su lado, Lucian bebía lentamente de una copa, fingiendo relajación, mientras que Vannesa trataba de mezclarse entre los invitados para no llamar la atención.

—No hay rastro de los traficantes —murmuró Lucian en voz baja, girando la copa entre sus dedos—. Se suponía que estarían aquí, en este maldito castillo.

—Quizás ya se marcharon —respondió Vannesa, escaneando la sala con la mirada aguda—. O tal vez están aquí y no sabemos en qué maldito rincón se esconden.




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