CAPÍTULO 139: Insurrección-8
La pausa comercial se sintió como un respiradero: el murmullo del público afuera, el ruido de las cámaras al repostar baterías, el olor a café y a fotocopiadora que escapaba por los pasillos. Enid bajó las escaleras sin prisa hacia su camerino, la agenda aún en la cabeza y el gesto profesional intacto, pensando ya en los siguientes discursos que habría que pulir. Abrió la puerta, metió el abrigo y apretó el interruptor.
La luz se encendió con un clic seco y dejó ver el cuarto en su totalidad: espejos con focos, sillas tapizadas, frascos ordenados sobre la mesa y, en el sillón más caro, Fénix sentado con las piernas cruzadas, la capucha echada hacia atrás. La visión la sorprendió; el reflejo en el espejo le devolvió su propia imagen, maquilladora en mano, y la de él, tranquilo, casi desafiante.
—¿Qué haces aquí? —dijo ella de inmediato, la voz la del comando más que la de la pareja; en el fondo, un hilo de sorpresa.
Fénix alzó las manos en gesto de paz y sonrió con la misma desgana que usaba para las cosas inevitables.
—No quise asustarte. No era la idea aparecer así. —Se incorporó apenas para atenuar la postura—. Solo necesitaba hablar.
Enid dejó la brocha a un lado, sin apagar la máquina de seriedad: el maquillaje se podía retocar, la escena en el exterior no. Se frotó la sien con un movimiento calculado.
—Tengo cinco minutos. ¿Es por la agenda o por otro de tus impulsos nocturnos? —preguntó, acomodando el espejo para verse mientras hablaba.
Fénix apoyó los codos en los brazos del sillón y la miró con intensidad.
—Es por la presidenta. —dijo, directo—. Helena Strauss está en trato con Viktor.
Enid parpadeó, el gesto mínimo de quien escucha a un subordinado decir algo que altera una línea estratégica. No dejó de aplicar un tono que pretendía de calma.
—¿Qué quieres decir exactamente con “en trato”? —preguntó, la profesional saliendo a la superficie antes que la mujer que lo amaba.
—Que la protegen. Que negocian su regreso en condiciones que le sirven a ellos. Marcus me lo mostró: vuelos, transferencias, una captura… —Fénix contuvo las palabras que podían sonar a conspiración y escupió lo que tenía—. No tengo una grabación limpia. No tengo una prueba judicial. Pero tengo líneas que llevan a pagos y un par de testigos que lo confirmaron en un pasillo.
Enid clavó la brocha en el vaso, dejó que el silencio se clavara unos segundos entre ambos. La profesional dentro de ella evaluó el daño potencial: difundir una acusación así sin pruebas podía dinamitar una campaña, un país; sin pruebas, también podía dinamitar a Enid Corp. La mujer que lo conocía lo vio temblar apenas, la verdad que lo empujaba más allá de la prudencia.
—¿Pruebas? —repitió, cortante—. ¿Tienes algo que podamos presentar? ¿Algo que no podamos desacreditar en cinco minutos?
—No —admitió Fénix, con la voz seca—. No ahora. Por eso vine. Porque aunque no las tenga, no puedo quedarme parado. Si eso es verdad, si Strauss permite que Viktor vuelva y todo lo que eso implica… no puedo esperar a que sea demasiado tarde.
Enid volvió a mirarse el reflejo —los ojos bajo la luz, la boca que debía trazar la próxima frase de campaña en cualquier momento— y, sin querer, vio en su propio rostro el peso de lo que ella hacía: piezas que movía, dinero que pagaba, la línea del riesgo siempre en su balanza.
—Te prometí calma —dijo con la voz que había usado días atrás cuando lo consoló en el sofá—. ¿No recuerdas? Me pediste que me encargara del testigo, que yo manejara las cosas con la legalidad y la paciencia que no tienes. Dijimos que esto lo veríamos con cabeza. —Hizo una pausa y el maquillaje quedó olvidado—. ¿Qué haces poniendo a prueba esa promesa?
Fénix apretó la barbilla. Por un segundo la furia y la culpa se mezclaron en su rostro como dos tormentas.
—Porque los demás siguen con sus discursos mientras se cocina algo enorme detrás —respondió—. Porque cada vez que espero, siento que pierdo la oportunidad de frenarlo. No puedo fingir que la paciencia me calma. Me corroe.
Enid respiró hondo, acercándose sin perder la compostura. Se sentó en el borde de la mesa de maquillaje, a poca distancia, y le habló no como jefa sino como la persona que había estado en su cama y en su guerra.
—¿Sabes lo que me cuesta mover un dedo en esta ciudad? —murmuró, más para él que para el cuarto—. No es cuestión de voluntad; es estructura. Hacer caer a alguien en política no es solo exponer transferencias. Es armar un caso que resista tribunales, apariencias, y una prensa que tritura sin preguntar. Si vas y lanzas acusaciones verbales… nos comen vivo. Y lo sabes.
Fénix miró sus manos cerradas.
—Lo sé. Pero si yo no muevo ficha en la calle, ¿quién lo hará? —dijo con una mezcla de desafío y súplica—. No quiero que lo hagas por mí. Quiero que lo hagamos juntos. Pero no con papeles que tardan meses en moverse. Algo inmediato.
Enid lo observó largo rato. La CEO que negociaba contratos vio la fractura del agente que necesitaba sangre y justicia; la mujer que lo amaba temió el abismo donde él había caído. Ambas cosas coexistieron en su mirada, quemándole la garganta.
—No voy a permitir que te quemen —dijo, la voz baja, firme.
—Enid —dijo Fénix, acercándose hasta quedar a un palmo—. Déjame hacerlo. Yo consigo las pruebas.
—No —respondió Enid al instante, fría—. No es sólo Antigen. Estás hablando del Gobierno, Fénix. Si te metes ahí sin red te destruyen, y me arrastran conmigo.
—Lo sé —replicó él, apretando la mandíbula—. Pero si Strauss está implicada, no podemos esperar a que lo haga la justicia. La plaza la va a poner intocable si llega a la presidencia.
—¿Y crees que no lo sé? —Enid inclinó la cabeza, cansada—. Sé lo que hay en juego. Sé lo que significa cruzar al otro lado. Pierdes cobertura, pierdes legalidad, pierdes... todo.
—Prefiero perderme a mí que verla impune —dijo Fénix, voz cortada—. Dame una noche. Para traerte la informacion.
—No voy a jugar a salvarte cada dos días —murmuró ella, dura—. Te dije que investigaría con cabeza, no con coraje suicida.
Fénix la miró, y en su cara había imploración más que desafío.
—Esta vez no es por impulso. Tengo pistas que conectan vuelos, transferencias y una bodega. Puedo atar cabos si me dejan moverme sin ruido.
Enid respiró. Sus ojos buscaron en su interior la mezcla de jefa y de quien lo ama. La tensión aflojó un milímetro.
—Muy bien —cedió al fin, baja—. Por poco, y con condiciones. Te doy seis horas de libertad operativa.
—¿Eso es todo? —preguntó Fénix, con una chispa de alivio.
—No —corrigió ella—. Si me traes pruebas sólidas, legales y verificables, haré todo lo que esté en mi mano para protegerte y para usar mis canales contra Strauss. Pero si vuelves con rumores o dramatismos, no volveré a interceder.
Fénix asintió, con la promesa rota y reconstruida en la mirada.
—Te lo traeré.
—Pues entonces vete —dijo Enid, voz dura de nuevo—. Y vuelve con hechos, no con rabia.