Code Fénix Maximum

CAPÍTULO 141: Insurrección-10

CAPÍTULO 141: Insurrección-10

El Manicomio de Múnich se alzaba como una masa gris entre la niebla, un edificio que parecía haber olvidado el significado del tiempo. Los muros estaban cubiertos de humedad, el aire impregnado de cloro y desinfectante barato. Las ventanas enrejadas dejaban pasar una luz enferma, casi verdosa.

Fénix caminó hasta el mostrador de recepción, con las manos en los bolsillos y el rostro cubierto por una expresión impenetrable. Una enfermera de rostro pálido lo miró por encima de sus gafas, sosteniendo una tabla con registros.

—¿A quién viene a visitar? —preguntó con tono plano, sin levantar mucho la vista.

Fénix sostuvo su mirada unos segundos.

—Al Bufón —respondió simplemente.

La mujer alzó una ceja, sorprendida, y asintió con cierta incomodidad. Pulsó un botón, y al poco un guardia con rostro curtido apareció para escoltarlo.

—Sígame —dijo el guardia, abriendo una puerta metálica que chirrió como si se quejara del paso del tiempo.

El corredor era largo y lúgubre, lleno de ecos. Las celdas se alineaban a ambos lados, algunas con gritos, otras con risas que helaban la sangre. El guardia se detuvo frente a una puerta con una pequeña mirilla cubierta de barro seco.

—Está ahí dentro. Pero tenga cuidado... le gusta hablar demasiado —advirtió antes de abrir la puerta.

El sonido metálico del cerrojo resonó como un disparo.

Dentro, las paredes estaban cubiertas de dibujos: rostros sonrientes pintados con crayones rotos, ojos torcidos, bocas amplias que se extendían más de lo natural. El aire olía a óxido y locura.

Sentado en una esquina, el Bufón tarareaba una melodía incoherente. Su piel era casi blanca, salpicada de cicatrices; su cuerpo mostraba deformaciones, la espalda encorvada, las manos huesudas. Cuando giró la cabeza, su sonrisa parecía demasiado amplia para ser humana.

—Bueno, bueno... —dijo con una voz chillona pero hipnótica—. Míralo quien volvió del infierno... El héroe de los lobos.

Fénix se acercó sin cambiar el gesto y se sentó frente a él en una vieja silla metálica.

—No estoy aquí para hablar del pasado —dijo con voz grave—. Necesito entender cómo piensa un político. Cómo manipula, cómo convence, cómo destruye sin mancharse las manos.

El Bufón se echó a reír. Una risa que se quebraba entre lo infantil y lo monstruoso.

—Oh, pero eso es hablar del pasado, Fénix. ¿O ya olvidaste quién me metió aquí? —Su sonrisa se torció aún más, revelando dientes manchados—. No hay mejor maestro que la culpa, ¿eh?

Fénix apretó la mandíbula, pero no respondió. El Bufón se levantó con movimientos torpes, apoyando una mano en la pared llena de caras.

—¿Quieres saber cómo funciona la mente de un político? —susurró, acercándose despacio—. Es simple. No sienten vergüenza. No sienten empatía. Solo necesidad. De poder, de control, de que todos los demás bailen al ritmo que ellos tocan.

Fénix lo observó con atención, cruzando los brazos.

—Y tú eras uno de ellos —dijo.

El Bufón se echó a reír de nuevo, esta vez más fuerte.

Era, sí. Pero me liberé. La locura es libertad, Fénix. Aquí nadie vota, nadie promete, nadie miente... solo ríen. ¿Lo ves? —señaló las caras dibujadas en la pared—. Ellos son los únicos que me entienden, tal vez despues de todo tu y yo no somos tan diferentes.

Fénix se inclinó hacia adelante, el rostro en sombras.

—Tú y yo no somos iguales.

El Bufón dejó de reír. Lo miró fijamente, su expresión cambió a una calma inquietante.

—Ah... ahí te equivocas —dijo en un tono bajo, casi susurrante—. Somos el mismo reflejo en espejos distintos. Yo caí... tú todavía te crees de pie. Pero el vacío te está mirando, y tarde o temprano vas a reírte igual que yo.

Hubo un silencio. Fénix lo sostuvo con la mirada unos segundos, luego se levantó sin decir nada más. El Bufón comenzó a aplaudir despacio, su sonrisa deformada iluminada por la luz mortecina de la celda.

La celda volvió a quedar en silencio, rota solo por la respiración irregular del Bufón.
Fénix permanecio sereno, observando los dibujos en las paredes. Caras sonrientes, hechas con crayones infantiles, manchadas de rojo seco. Algunas parecían mirarlo.

El Bufón ladeó la cabeza y sonrió con esa mueca imposible.

—¿Sabes, Fénix? —dijo con voz suave, como si estuviera hablando con un viejo amigo—. Cada vez que te veo, recuerdo el día en que terminamos juntos, tú con tus puños y yo con mis doce obras de arte.

Fénix lo miró con frialdad.
—No llames obras a las personas que asesinaste.

El Bufón soltó una carcajada.
—¿Asesinar? ¡Oh, qué palabra tan fea! Yo solo les quité las máscaras. Les mostré lo que realmente eran... carne, miedo y mentira. Pero tú... tú no soportaste verlo, ¿verdad? —Se llevó una mano al pecho y teatralmente suspiró—. Llegaste como un lobo rabioso, me rompiste tres costillas, dos dientes y casi me arrancas la vida a golpes.

Se acercó un poco, con una sonrisa torcida.
—Si no fuera por ella, yo no estaría aquí encerrado… estaría muerto.

Fénix apretó los puños, los nudillos crujieron.
—Enid me detuvo —dijo con voz baja, controlando su rabia.

El Bufón inclinó la cabeza, la sonrisa ensanchándose más.
—Exacto. Enid te detuvo. —De pronto estalló en una risa gutural—. Siempre te detiene, ¿no? Esa dulce y fría mujer... tirando de tu correa como si fueras su perro de guerra.

Fénix se giró bruscamente, la mirada encendida.
—Cierra la boca.

Pero el Bufón siguió, encantado con la reacción.

—Oh, es que me encanta verla en ti, Fénix... esa contradicción. Un lobo salvaje que obedece órdenes, un monstruo con corazón prestado. Ella dice “alto”, y tú bajas la cabeza. Ella dice “espera”, y tú te quedas quieto, aunque estés ardiendo por dentro.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.