Code Fénix Maximum

CAPÍTULO 144: Insurrección-13

CAPÍTULO 144: Insurrección-13

La furgoneta rugía por la noche húmeda mientras las luces de la ciudad pasaban en bandas anaranjadas. Helena Strauss se dejó caer en el asiento trasero, la falda pegada por la humedad, el rostro aún lívido por el miedo que minutos antes la había cruzado. Sacó el móvil con mano temblorosa, marcó un número y, mientras esperaba, apretó la funda del teléfono hasta hundir las uñas en la piel.

La voz al otro lado cortó breve, profesional: Mara Voss.

—Mara —dijo Helena sin saludar—. ¿Estás en posición?

Se oyó un silencio corto, mecánico, como el de quien escucha órdenes en el atardecer. Mara no era de palabras innecesarias; su voz, cuando llegó, fue precisa, fría.

—Sí.

Helena dejó escapar un aire que fue mezcla de risa y llanto. La rabia le subió como lava.

—Quiero que acabes con Marcus Blackwood, con Fénix Roger y con Agnes Templeton —dijo, y las palabras cayeron duras en el interior metálico del vehículo—. Quiero sus cabezas sobre una bandeja antes del amanecer. ¿Me entiendes?

Mara no contestó enseguida. Cuando lo hizo lo hizo sin afecto ni emoción, como si recitara un parte.

—Entendido.

Helena clavó la mirada en la ventana como quien mira a un enemigo invisible.

—No me falles, Mara. —La voz ya no era solo orden; era un grito contenido—. No vuelvas si no las traes. No quiero excusas, no quiero atenuantes. Si alguno se escapa, yo te pagaré de otro modo… y no me refiero a recompensas.

El silencio de la respuesta fue un latido. Mara respiró, una vez, y habló con esa sequedad que helaba.

—No vuelvo sin ellas.

Helena apretó los dientes, las venas del cuello marcadas. No podía confiar en que la frase fuera simplemente aceptada; necesitaba más carne que la promesa.

—Te doy doce horas —dijo—. Doce horas para cortarlas de raíz. Y si por alguna razón piensas que la política te salva, te recuerdo quién te metió en esta órbita: yo te puse ahí. Y yo te quito lo que haga falta. Si vuelves sin resultado, te prometo que tu nombre y tu historia se irán con la misma facilidad. ¿Queda claro?

Mara no dudó ni un segundo.

—Queda claro.

Hubo una pausa; Helena sintió cómo la rabia volvía a la garganta.

—Y Mara… —añadió, la voz ahora muy baja, venenosa—. No me falles. Porque si me fallas, tu final será público y ejemplar. Te entregaré a quienes te hicieron, te haré pagar con la exposición, con la pérdida de aquello que te mantiene en pie. No te estoy sugiriendo nada gentil.

Un ruido metálico en la línea, como si la otra rebanara una sonrisa con la garganta. Mara respondió, tan cortante como siempre.

—Haré lo que haga falta.

Helena dejó caer el teléfono sobre el asiento, las manos temblando. La furgoneta avanzó entre la lluvia y las luces. Afuera, la ciudad respiraba indiferente; adentro, en ese habitáculo en movimiento, una orden había sido lanzada como una piedra al agua. Sus ondas llegarían, implacables, y el amanecer prometía sangre o silencio.

Helena apoyó la frente contra la ventana y murmuró para sí, como un juramento:

—No quiero verlos más. No quiero que me recuerden con sus miradas… tráeme sus cabezas, Mara. Y que nadie vuelva a hablar de esto sin que yo lo autorice.

En algun lugar de Múnich...

El auto chirrió sobre el empedrado roto y se detuvo justo cuando el sol morado besaba el horizonte. La calle no estaba pavimentada: era polvo, piedras sueltas y fachadas a medio caer que proyectaban sombras largas y torcidas. Agnes miró alrededor, nerviosa, y rompió el silencio.

—¿Por qué aquí? —preguntó, apretando la cartera contra el cuerpo.

Marcus cerró el maletero con un portazo contenido y bajó del coche con la mochila al hombro. Miró la casa que tenían delante: una vivienda a medio hacer, con el revoque caído y tablas clavadas en una ventana. No era un lugar agradable, pero tenía lo esencial que buscaban.

—Porque es el único lugar donde no han podido seguirnos —contestó Marcus seco—. Nadie nos vio entrar; no hay cámaras, no hay vigilancia móvil. Si vamos a quedarnos hasta el amanecer, prefiero este polvo que las oficinas de cristal.

Fénix bajó sin prisa y estiró la espalda, la expresión dura como una piedra. No dijo nada; dejó la mirada clavada en la fachada y luego miró a Agnes con un gesto para tranquilizarla. Entraron los tres.

La casa olía a humedad y a viejo yeso. Al encender el interruptor crujiente, una bombilla amarilla lanzó un círculo de luz: la única fuente en una sala casi vacía. Había una mesa baja, tres sillas desparejadas y ventanas con cristales agrietados que dejaban pasar bocanadas de aire frío. El mobiliario parecía sostenido por la voluntad más que por tornillos.

Agnes se aproximó a la mesa con las manos temblorosas y miró a Marcus, todavía insegura.

—¿Y por qué no fuimos directo a Enid Corp? —preguntó—. ¿No deberíamos avisarla? Ella… ella nos puede ayudar.

Marcus dejó la mochila en el suelo y, con movimientos lentos, abrió una de las carpetas. Sus dedos rozaron los papeles como si eso le devolviera seguridad.

—Ir directo a Enid Corp habría sido una mierda —dijo sin rodeos—. Primero: si Helena vincula esto públicamente con Enid Corp, la corporación se verá atrapada y nos dejarán colgados. Enid tendría que desmarcarse por supervivencia, y nosotros perderíamos cualquier cobertura que nos pueda dar.
—Segundo: Enid está en el ojo público ahora mismo. Sus oficinas están llenas de cámaras, guardias y gente que reporta cualquier movimiento. Si nos presentamos heridos y con pruebas a medias, lo único que conseguimos es darles munición política para acusarnos.
—Tercero: Lo mas seguro es que Helena está buscando nuestras cabezas. Si vamos con un rastro claro hacia Enid, todo se acelera —continuó Marcus—. Lo prudente es desaparecer, consolidar pruebas y proteger testigos. Luego, con todo verificado, Enid podrá mover sus canales con menos riesgo.

Fénix se apoyó en la pared desconchada y miró a Agnes con dureza que no quería herirla, solo hacerla fuerte.




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