CAPÍTULO 145: Insurrección-14
La noche pesaba como una losalla sobre la casa. Marcus y Agnes respiraban a intervalos lentos, arrullados por el cansancio; Fénix, en vela, miraba el teléfono en la penumbra: 34 llamadas perdidas de Enid, docenas de mensajes sin abrir. No quería leerlos. No aún. Guardó el teléfono en el bolsillo y volvió a mirar la ventana, atento al silencio.
Un crujido sobre las tejas lo hizo incorporarse. Pasos, leves pero decididos, recorrieron el techo. Fénix se acercó a la puerta de la habitación y, con un gesto, sacudió a Marcus y a Agnes.
—¡Despierten! —susurró, firme—. Algo pasa arriba.
Marcus abrió los ojos de golpe. Agnes, sobresaltada, tomó la pistola que había dejado junto a la cama. Los tres se quedaron inmóviles, escuchando. Un silbido seco y metálico anunció la entrada: una bomba de humo cayó por la ventana, llenando la casa con un velo blanco que olía a pólvora y caucho quemado.
—¡Rápidos! —gritó Marcus—. Al auto. ¡Ahora!
A tientas, entre la cortina de humo, se dirigieron a la salida. La noche afuera era un caos controlado: la calle, antes tranquila, ahora vibraba con sonidos mezclados —pasos, voces apagadas, el zumbido de un motor en la distancia.
Cuando llegaron al coche, Agnes forcejeó con la cerradura de la puerta trasera. Un brillo en la oscuridad y, antes de que alguien pudiera reaccionar, una figura surgió de entre las sombras. Mara Voss apareció como si la noche misma la hubiese traído: delgada, letal, ojos fríos.
Con un movimiento seco, Mara agarró a Fénix por la capucha y por la solapa de la campera, lo levantó y lo lanzó con una fuerza bestial contra un poste de luz. El cuerpo de Fénix chocó contra el metal; dio vueltas y cayó al pavimento, aturdido. Ni le dio tiempo a reaccionar.
—¡Mara! —rugió Marcus, y desenfundó de un salto—. ¡Aléjate!
Los disparos llenaron la calle. Marcus apretó el gatillo con rabia, pero Mara ya estaba en movimiento: arrojó un cuchillo que rozó la oscuridad. El filo silbó y el arma de Marcus tronó de forma grotesca; un ruido seco, como si algo interno se rompiera. La culata le rebotó en la mano; el arma quedó inservible, humeando.
—¡Marcus! —gritó Agnes, horrorizada.
Mara se acercó a Fénix con pasos medidos, fría como una sentencia. No era una pelea de palabras: su intención era dominar. Lo levantó por el cuello de la campera y lo empujó contra la acera; sus puños empezaron a llover sobre Fénix con precisión clínica. Cada impacto era calculado para vulnerarlo, no para matarlo. Fénix forcejeó, quiso levantarse, pero Mara era una máquina en combate cuerpo a cuerpo: bloqueaba, contraatacaba, lo desequilibraba.
—Defiendete —escupió Mara entre golpes, la voz bajo control—. Uber Lycan
Fénix intentó responder, la boca rota por el golpe, pero sus palabras se perdieron entre un golpe y otro. Marcus, con la pistola inútil, buscó otra opción: una barra, una piedra, lo que fuera. Agnes apenas podía mirar; sus manos temblaban tanto que no lograba sacar un segundo cartucho.
La paliza fue cruda en ejecución, no en detalles sangrientos: Mara lo sometió con rapidez y frialdad. Fénix cayó varias veces, volvió a levantarse, pero la ventaja de Mara no era solo técnica —era también estratégica: lo iba desgastando, le arrancaba el aire, la postura, la voluntad por un instante.
La lluvia nocturna se estrellaba sobre el asfalto mientras Mara seguía descarnando a Fénix con una coreografía letal; sus golpes eran ráfagas, precisos y demasiado rápidos. Fénix logró devolver alguno —un cruzado, un gancho torpe—, pequeños destellos de fuerza en una marea que lo arrastraba. En su cabeza un pensamiento se clavó frío: es más rápida que Alex. Mucho más. Apenas podía leer el movimiento de sus manos; esquivar era un lujo que compraba por segundos.
Cuando por fin conectó un derechazo en la mandíbula, Mara tambaleó lo justo para que a Fénix le costara creerlo. Respiró, dolor en la cara y en las costillas, y sacó la Matilda Mk II de la funda. Apuntó con la mano que aún le respondía y apretó el gatillo. La bala salió con un chasquido seco... y apenas rozó a Mara. El impacto fue casi ornamental: la bala de nitrato de plata penetró la tela, le arañó el hombro, pero Mara ni parpadeó. La nữina era una tormenta con piel.
Le pegó dos golpes más en la cara; cada impacto le reescribía la orientación. Lo lanzó hacia la calle como si fuera un muñeco roto. Mara clavó la mano en su espalda y, con un movimiento fluido, sacó de su costado una espada reluciente. El metal brilló por un instante siniestramente bajo las farolas. Mara buscó la decapitación en un arco limpio y profesional.
Fénix, en un instinto animal, alargó el brazo y atrapó la hoja. Era plata pura: el filo le quemó la palma como si mordiera fuego. El dolor explotó, ardiente, y le arrancó un grito ahogado; aun así logró retener la espada el tiempo justo para que el acero le rozara la mejilla en una línea que abrió la piel y dejó un reguero caliente.
Mara se volcó encima, lista para el tajo final. El mundo de Fénix se ralentizó: la punta de la espada buscando la nuca, la cara de Mara rígida por la concentración. Y entonces un estruendo atronador rasgó la noche: un disparo de Kestrel-12. La onda de la escopeta detonó tan cerca que levantó una lluvia de agua y polvo. Mara salió volando en un arco brutal y cayó varios metros más allá, como una muñeca hecha trizas. Un segundo de silencio se devoró la escena.
Agnes, desarmada hasta hacía un momento, había recibido la escopeta de Marcus cuando éste vio la desesperación. Temblando, con la mira torcida por el miedo, apretó el gatillo. El cartucho Uber-Slag explotó en un muro de fuerza bruta que detonó contra el torso de Mara y la mandó fuera de combate —o al menos eso parecía—. Quedó tendida, inmóvil, en un charco oscuro.
Fénix, con la palma chamuscada y la mejilla abierta, se incorporó a tirones. El mundo le dolía en todas las costuras: la respiración un puñal, la vista nublada por la sangre que le corría en la sien. Se apoyó en la baranda del coche, las piernas como gelatina, y miró a Mara a unos metros, en el suelo, aparentemente inconsciente.