CAPÍTULO 148: Insurrección-17
El fluorescente del supermercado zumbaba bajo la madrugada. Pasillos interminables de estanterías brillaban con su luz impersonal; el olor a plástico y a polvos de limpieza flotaba en el aire. Fénix avanzó despacio entre filas de latas y botellas, la chaqueta manchada y la cara marcada: un ojo algo hinchado, varios moratones que la piel empezaba a sellar, cortes que ya no sangraban pero dolían al moverse. Sus pasos eran medidos, como de quien todavía duda si su cuerpo le va a responder.
Se plantó en la sección de bebidas y cogió una lata de Red Bull con la mano que no le temblaba demasiado. La abrió con un movimiento seco y la olfateó como si fuera un gesto de rutina.
El móvil vibró en el bolsillo. Miró la pantalla: «Agnes». Contestó sin pensarlo mucho.
—¿Hola? —dijo él, la voz rasposa por la noche.
—¿Fénix? —preguntó Agnes al otro lado con el tono preocupado que siempre le ponía cuando no veía claridad en su voz—. ¿Cómo estás? ¿Dormiste algo?
Fénix sorbió un sorbo de la lata y dejó que el gas le picara la garganta antes de contestar.
—He pasado una noche de mierda —respondió, con un intento de humor áspero—. tuve una pelea en un callejón con un chino que sabía muay thai. Me hizo polvo, pero sigo vivo. Y eso es lo único que importa ahora.
Agnes ahogó un suspiro por el auricular.
—¡Dios! ¿Y estás bien? ¿Dónde estás? Voy para allá, te llevo algo caliente.
Fénix negó, apenas visible en la penumbra entre neveras.
—No —dijo con firmeza—. No te metas en esto, Agnes. No es tu guerra.
—No voy a quedarme mirando —replicó ella, con voz baja pero decidida—. Puedo ayudarte, llevarte a que te vendan eso, o a un médico discreto. No tienes que hacerlo solo.
Fénix apoyó la espalda contra la estantería fría. El sonido lejano de un carro de compras, la música de ascensor que repetía un anuncio. Sus dedos apretaron la lata. En la línea, Agnes esperaba; se notaba el temblor contenido en su voz.
—Agnes —dijo él despacio, con la frialdad de quien ha aprendido a proteger—. No quiero ponerte en peligro. Si te involucras, si te ven conmigo, Helena o la división esa te van a marcar. Y yo no voy a volver a cargar con un muerto más. Ya he perdido demasiados amigos y compañeros en este oficio.
—Fénix… —susurró ella—. No eres un estandarte que tengo que admirar desde lejos. Si te queda alguien, somos nosotros.
—Lo sé —respondió él, y por un instante su voz perdió la coraza—. Pero no voy a arriesgarte. No otra vez. No por mi mierda.
En la otra punta de la línea, Agnes respiró con fuerza; su preocupación era un nudo.
—Está bien —dijo al fin—. Si insistes… me lo callo. Pero no te prometo nada si estás en peligro. Y si necesitas algo, me llamas. ¿Vale?
Fénix ladeó la cabeza, mirando la fila de latas alineadas como pequeños soldados metálicos.
—Vale —contestó, corto—. Gracias por intentar. Cuídate.
Minutos despues...
Bajó por las escaleras metálicas que crujían con eco bajo cada paso. El sótano olía a humedad, a café recién hecho y a pólvora vieja. La única luz venía de una bombilla desnuda colgando sobre la mesa improvisada donde Marcus estaba sentado, desayunando tranquilamente un sándwich como si aquello fuese un domingo cualquiera y no una maldita guerra silenciosa.
—Joder —murmuró Marcus al verlo—. ¿Qué te paso en la cara?
Fénix dejó la chaqueta sobre una silla y se pasó una mano por la mandíbula hinchada, como restándole importancia.
—Larga historia —respondió sin emoción.
Abrió el estuche negro que llevaba colgado al cinturón. Dentro, un vial con un líquido verde, denso, translúcido: suero Uber Lycan. Marcus observó sin dejar de masticar.
—Vas a meterte eso a palo seco otra vez… —dijo, más como constatación que como advertencia.
—Nada que no pueda curar esto —replicó Fénix con calma.
Cargó la jeringuilla con precisión quirúrgica. Se arremangó el antebrazo izquierdo, localizó la vena sin titubeos y se la inyectó. El líquido verde desapareció en cuestión de segundos.
Y entonces, el efecto.
Las heridas se cerraron como si el tiempo retrocediera. La piel morada volvió a tensarse, las cicatrices se sellaron, incluso el moretón del pómulo se desvaneció como humo. Fénix inspiró profundo; una descarga eléctrica recorrió su cuerpo.
Marcus dejó el sándwich en el plato.
—A veces me olvido de lo que eres —dijo, mirándolo con media sonrisa—. Y luego haces eso.
Fénix solo se sentó, en silencio.
El día aún no había empezado. Pero ya olía a que sería violento.
Fénix apoyó los codos en la mesa, aún procesando el rugido interior del suero. Su voz salió grave, nivelada.
—¿Cómo estamos… estadísticamente hablando?
Marcus soltó una risa seca, sin humor.
—Estamos hechos un puto desastre. —Le dio un sorbo a una taza de café sucio, como si aquello fuera normal—. Pero al menos tengo algo de información que vale oro.
Fénix lo miró, esperando.
—Helena va a estar esta misma noche en el Hellabrunn Zoo —dijo Marcus—. Múnich. Presentación privada. Evento comunitario. Prensa, fundaciones, gente con poder. Caridad para proteger especies en peligro o alguna mierda de relaciones públicas. La típica fachada.
Silencio breve.
—¿Y el plan es…?
Marcus se encogió de hombros como si le hablara de ir a comprar pan.
—Fácil y sencillo. Entramos. Encontramos a Helena. Pum. Listo. Acabamos el trabajo. Volvemos a Enid Corp como héroes. Y se acaba esta puta historia.
Fénix lo sostuvo con la mirada. Ni una palabra. Solo un instante de tensión animal…
…y luego asintió.
—Perfecto. —se levantó, tomándose aquello como una sentencia—. Entonces vamos a cazar.
Enid estaba sola en su despacho. La luz fría del monitor no ayudaba al dolor de cabeza.
Tenía el móvil en la mano.
Contacto: «FÉNIX R.».
Lento. Duda.
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