CAPÍTULO 149: Insurrección-18
Las puertas del Hellabrunn Zoo se abrían con calma para el acto de la tarde: alfombra para invitados, focos orientados, carpas blancas y un zumbido de murmullos organizado. Helena descendió de su vehículo con la desgana elegante de quien acostumbra a sonreír para las cámaras; un paso firme, saludos medidos, el bolso perfectamente colocado en el antebrazo. Iba a prepararse para la charla: donaciones, fotos, discurso ensayado.
Desde un set de contenedores y maleza, oculta tras unos plátanos en maceta y la sombra de una valla de servicio, Marcus colocó los prismáticos en los ojos y la enfocó con precisión profesional.
—Ahí está —murmuró, sin quitar el ojo—. Va directa al backstage.
Fénix, respirando contenidamente, repasó su arma una vez más. La Matilda Mk II descansaba en su regazo; la empuñadura le era familiar como la palma de la mano. Abrió el cargador, contó las balas con los dedos: dos cartuchos de nitrato de plata. Lo justo. Lo suficiente, si todo salía como tenían pensado.
—Solo quedan dos —dijo sin aspavientos, más para sí que para Marcus—. Dos oportunidades. No fallaré.
Marcus apartó los prismáticos, lo miró de reojo y clavó la mandíbula.
—Haz que valgan —contestó—. Yo te cubriré desde aquí.
Con movimientos medidos, Marcus montó el rifle: tubo, cierre, cerrojo. Era una pieza sobria, adaptada para disparos quirúrgicos a media-larga distancia; no buscaba hacer espectáculo sino asegurar un punto de control. Colocó el bipode sobre el borde del contenedor, apoyó la mira y respiró hondo. Ajustó la distancia en la retícula, calculó viento, ángulo y el posible movimiento de la multitud.
—Tienes cobertura total —dijo Marcus en voz baja—. Si algo sale mal, me mueves la cabeza y me marcas el blanco. No te expongas innecesariamente.
Fénix asintió una única vez. No sonrió; la tensión le comprimía el rostro.
—Suerte —murmuró Marcus—. Vuelve con vida.
—Lo haré —respondió Fénix, con la voz seca—. Si no, no vuelvas a abrir la boca por mí.
Apoyó la Matilda en la mano como quien carga un juramento, se ajustó la capucha y echó una última mirada a Marcus, que ya tenía el dedo cerca del gatillo y la mirada fija en la entrada de servicio.
Fénix se deslizó por la cortina del backstage con la oscuridad pegada a la espalda. Las luces del escenario filtraban sombras largas; gente de producción corría con listas y tablets sin reparar en él. Allí, junto a un biombo y un perchero con trajes, estaba Helena: impecable, ajustándose un micrófono de solapa, la expresión tranquila como quien espera el aplauso de siempre.
Fénix avanzó sin dudar, la Matilda Mk II apuntando sin titubeos al centro de su pecho. El metal del arma brilló un segundo bajo los focos.
—Helena —dijo Fénix, la voz gris y sin adornos—. Se acabó. No habrá charla.
Helena alzó una ceja, sin moverse del gesto de colocarse el micrófono.
—Qué directo —replicó ella con esa sonrisa cerrada que siempre la acompañaba—. ¿Vienes a hablar de modales o a resolverlo a tiros?
Fénix apretó la empuñadura. Con la mano libre sacó el seguro y lo dejó caer con un clic seco.
—Baja la voz y respóndeme —susurró—. ¿Qué coño estás haciendo con Enid? ¿Quién te da permiso para usar ese suero?
Helena no mostró ni un paso atrás. Le devolvió la mirada con calma fría.
—¿De verdad crees que esto se arregla con preguntas retóricas y disparos al azar? —dijo—. Tú eres un animal. Y los animales no piensan, solo actúan.
Fénix la miró como si fuera la última prueba de su paciencia.
—No eres divertida —sentenció—. Dime quién te respalda. ¿Quién te suministra el suero? ¿Antigen? ¿Enid? ¿O trabajas para alguien más grande?
Helena rió, un sonido controlado que no llegó ni a molestar.
—Tú siempre tan dramático. ¿Sabes? Pensé en algo distinto cuando formé este escuadrón. Pensé: si Enid tiene un perro guardián, ¿por qué no puedo yo tener al mío? —Se cruzó de brazos, gozando el efecto de sus palabras—. Pensé en seguridad. En control. En alguien que imponga. Y aquí lo tienes.
Antes de que Fénix pudiera responder, un golpe seco y rotundo la tiró al suelo: una patada, certera, que le voló la estabilidad y lo mandó a estrellarse contra un montón de cajas. El impacto le arrancó un jadeo; escupió sangre y notó cómo el cuerpo le dolía de arriba abajo. Le costó incorporarse.
Cuando miró hacia la puerta, lo vio de pie, como una sombra humana: Bruno. Alto, ancho, casi dos metros; un tipo de presencia imposible de ignorar. Llevaba el uniforme del escuadrón nuevo —negro, líneas duras— y una calma que daba más miedo que la propia violencia.
Helena se acercó a Bruno con fingida familiaridad.
—Pensé que quizá se llevarían bien tú y Bruno—dijo ella, con voz de quien comparte un secreto—. Cuando formé el escuadrón, me pregunté: Enid tiene su perro, ¿por qué yo no puedo tener a quien me proteja? —miró a Fénix con desprecio contenido—. Y mira lo que tenemos. Una joya.
Bruno inclinó la cabeza y lo observó con detalle, como quien reconoce un objeto raro.
—Te conozco —fue lo primero que dijo, el tono seco—. No eres cualquiera. Eres… el Uber Lycan. También te llaman “el Cazador” por ahí. Algunos te conocen como “el Perro de Enid”. Y otros, menos poéticos, te llaman “la Anomalía”.
Fénix se llevó una mano al costado de la cara, sintiendo el golpe que aún ardía. La sangre en la comisura le calentó la piel.
—No me llames así —gruñó Fénix, poniéndose en pie con esfuerzo—. No soy un nombre para que lo grites ante un camerino.
Bruno sonrió sin afecto.
—Pues mejor que no vueles muy alto, amigo —dijo—. Porque hoy no eres el cazador. Hoy eres la razón por la que nosotros nos ganamos el sueldo.
Helena, apoyada contra el biombo, alzó la barbilla y pasó por delante de Bruno como quien supervisa una obra bien hecha.
—Bienvenido a la fiesta —murmuró—. Y por cierto: si alguien se ha preguntado por qué traje al escuadrón a la vida pública… ahora lo veis. Seguridad, control y, cuando hace falta, limpieza.