CAPÍTULO 150: Insurrección-19
Marcus clavaba la espalda en la verja de servicio, la respiración entrecortada, mirando la entrada del backstage. Había pasado demasiado tiempo sin noticias. Cada minuto le pareció una aguja.
—Joder —susurró para sí—. Fénix, contesta.
Dentro, la escena era fría y mecánica. Bruno sostenía la Matilda de Fénix como si fuera un juguete roto. Con una sola mano la dobló en un ángulo imposible; el cañón crujió y cedió con un ruido seco. La pistola ya no existía tal como la conocían.
—Pensé que ibas a ser más duro —dijo Bruno, burlón—. El famoso Uber Lycan… menudo chiste. —Se rió, un sonido grave que llenó la sala—. Me decepcionas.
Lo dejó caer a un lado como si fuera un objeto inútil y volvió la vista hacia Fénix, que yacía entre cajas, intentando incorporarse. Bruno lo cogió del cuello con un agarre de hierro y lo levantó en vilo hasta que los pies de Fénix se despegaban del suelo.
—¿Aún quieres intentarlo, perro? —preguntó Bruno en voz baja, saboreando la amenaza.
Fénix, contra todo pronóstico, soltó una risa ronca. La sangre le pegaba el labio, los ojos le brillaban por la furia más que por el dolor.
—Jajaja… —escupió—. ¿De verdad crees que has visto lo peor? ¿De verdad piensas que una mierda de bastardo como tú puede acabar esto?
La risa le salió como un animal herido que aun así muerde. Sus labios se curvaron en una mueca sanguinolenta y, con la mano que aún le respondía, metió la mano en un bolsillo interior de la chaqueta. Sacó algo pequeño y cilíndrico —una granada—. Bruno frunció el ceño, confiado, sin aún soltarlo.
Fénix elevó la cabeza, miró a Bruno a los ojos y, en un susurro que resonó con la verdad de quien no tiene nada que perder, dijo:
—Esto no se acaba hoy. Te juro que si me llevas… te llevaré con todo.
Sin esperar, arrancó el seguro con un gesto y lanzó la granada. Bruno reaccionó tarde; el objeto describió una parábola y cayó rodando por el suelo del camerino.
Una detonación brutal rasgó el aire. Una onda de luz y sonido, un golpe que hizo vibrar las cajas y el biombo, y un olor metálico y ácido que pegó en la nariz. La explosión no fue limpia: proyectiles y flama rasgaron el espacio, y algo más —un brillo peculiar, casi terapéutico en su ferocidad— recorrió el lugar. El impacto arrancó a todos del suelo.
En la confusión, piezas de escenario, telas y paneles saltaron volando. Bruno fue arrojado hacia atrás por la sacudida; su silueta se recortó un instante antes de desaparecer tras una cortina de polvo.
Fénix tiró de las fuerzas que le quedaban como quien arranca una venda: a trompicones, a rastras, con un olor a pólvora y carne quemada pegado a la ropa. El backstage ardía a su espalda; pequeñas lenguas de fuego lameron cortinas y paneles mientras el humo ascendía espeso hacia el cielo del zoo. Con cada empujón que hacía para alejarse, el calor le quemaba la nuca y la garganta le ardía.
Marcus había llegado en dos zancadas; lo encontró encogido junto a una pared, la ropa chamuscada, la boca con sangre seca. Sin pensarlo, Marcus lo agarró por el hombro y le lanzó un brazo por encima del cuello.
—¡Levántate, jodido! —le ordenó, tirando de él con fuerza.
Fénix se incorporó a duras penas, apoyándose en Marcus como en un palo firme. Respiraba con dificultad, los ojos le brillaban entre el polvo y la sangre.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Marcus, vigilando los alrededores con la mirada partida entre la rabia y el miedo.
Fénix carraspeó, la voz rasposa y corta como un filo.
—Con suerte —dijo—. Helena… la mandé a tomar por culo. Está fuera. Se fue. —Hizo una pausa que fue un jadeo—. Pero no creas que esto ha terminado. No por mucho.
No habían terminado de hablar cuando una sombra inmensa cayó sobre ellos: un ruido sordo, como si la noche misma se hubiera desplazado. Ambos giraron al unísono.
Lo que apareció detrás era una aberración de tamaño descomunal: un lycan cuya estatura superaba por mucho la de cualquier criatura que hubieran visto. Fácilmente cuatro metros y medio, un mastodonte humanoide. La piel chamuscada, mechones de pelo calcinado pegados al cuello, ojos que brillaban con una luz animal y una mandíbula capaz de partir hierro en una pesadilla cualquiera. El hedor a quemado, metal y sangre flotó en el aire.
Marcus jadeó. Fénix notó cómo el estómago le cayó a los pies.
La criatura no pensó. Empujó. Con un solo gesto, colosal y rápido pese a su tamaño, embistió contra el costado de Fénix y Marcus, mandándolos a volar varios metros como si fueran muñecos de trapo. El impacto les quitó el aliento; Fénix chocó contra una valla de servicio y rodó, expulsando una arcada de humo y saliva, mientras Marcus se estrellaba contra el suelo y sintió un crujido en la costilla.
Antes de que pudieran recomponerse, el lycan estaba encima. Cada zarpazo era un golpe de maza; cada puñetazo un terremoto localizado que lanzaba chispas cuando rozaba metales. No había técnica, solo fuerza primitiva y rabia concentrada. Les dio una lluvia de golpes que no respetó orden ni estrategia: ambos recibieron por igual, el mundo se volvió estampido y color.
Fénix intentó arrimarse al suelo para rodar y esquivar, buscó con la mano algo para defenderse —un trapo, un trozo de escombro—, pero la criatura lo barría con la cadera en un movimiento que cortaba sus recursos. Marcus, por instinto, se cerró hacia Fénix, recibiendo un golpe en el costado que le arrancó un grito ahogado; la respiración le estalló en un dolor que le hizo ver manchas.
Los puñetazos del lycan no eran lentos: eran brutalmente precisos para su tamaño. A cada impacto, la carne vibraba, el metal chirriaba y la tierra se hundía. Fénix sintió la visión nublarse, el cuerpo como gelatina. Por un instante lo único real fue el sonido: un rugido que venía desde dentro de la bestia y las costillas de Fénix resonando como cuerdas rotas.
Aun así, entre un golpe y otro, con la boca partida y el instinto afilado por la rabia, Fénix logró aferrar el borde de una viga caída y, tirando de ella con la última energía, la arrojó hacia el lycan. La pieza no logró frenarlo, pero lo distrajo lo suficiente para que Marcus, con la respiración rota y la determinación clavada en los ojos, encontrara la fuerza para levantarse y abalanzarse con lo poco que tenía: un hierro doblado, una barra corta que encontró entre escombros.