CAPÍTULO 151: Insurrección-20
Un chirrido de neumáticos rompió el aire justo en el momento en que los dedos de Fénix empezaban a perder agarre. Un coche apareció a toda prisa por la carretera lateral, una mancha metálica que vino directa hacia donde Bruno alzaba a Fénix. El impacto fue seco, un golpe contundente que lanzó a Bruno por los aires como un muñeco; el enorme cuerpo cayó contra unas planchas y quedó inmóvil, apagado por el golpe.
Fénix notó el salto y, con la respiración entrecortada, clavó la vista en el coche cuando frenó en seco. La puerta del acompañante se abrió y Agnes saltó fuera, los ojos desorbitados, la ropa manchada de polvo y sangre, la cara marcada por la tensión. Llevaba en la mano el soporífero que siempre llevaba por si las cosas se torcían; ahora parecía más una tabla de salvación que un utensilio.
—¡Por fin! —escupió Fénix, con una mezcla de alivio y sarcasmo—. Ya era hora de que aparecieras, Agnes.
Agnes no sonrió. Se limitó a mirar a Bruno un instante, evaluando, y luego se acercó con paso rápido. Se arrodilló junto al cuerpo inmenso y tocó la nuca; comprobó pulso con gesto profesional y negó con la cabeza.
—No responde —dijo, fría—. Está inconsciente. Tenemos que movernos.
Marcus, que aún estaba mareado, arqueó el cuerpo hacia el coche; una mueca de dolor le cruzó la cara, pero sus manos trabajaron con precisión. Ayudaron a Fénix a incorporarse: un brazo aquí, un empujón allá. Fénix se apoyó en Marcus, las piernas temblorosas, y juntos avanzaron hacia la parte trasera del vehículo.
—Agarra esto —dijo Agnes, ofreciéndole una manta que había sacado del maletero—. Tápate la cara si hueles a quemado.
Fénix la tomó sin mirarla; sus ojos buscaron a Marcus un segundo, y en esa mirada hubo gratitud muda. Subieron al coche como pudieron: Marcus primero, impulsando a Fénix en un movimiento coordinado; Fénix se dejó llevar, se deslizó en el asiento y respiró con fuerza, intentando recomponer el pulso.
—Arranca —ordenó Marcus con voz áspera, clavando la llave en el contacto mientras miraba por el retrovisor hacia donde yacía Bruno—. No te pares por nada.
Agnes cerró la puerta con un golpe seco; el motor rugió y el coche arrancó, perdiéndose entre el polvo y los restos del espectáculo. Por el retrovisor se veía el cuerpo enorme, inmóvil. Por un instante, hubo un silencio pesado dentro del coche: nadie celebró, nadie dijo victoria. Solo el ruido del motor y la respiración entrecortada de tres sobrevivientes.
Horas después, la calma reinaba en una casa en un barrio familiar, propiedad de la tía de Agnes. La lluvia golpeaba el tejado con un ritmo cansino, y el aire olía a madera húmeda y café recién hecho. En el salón, Fénix estaba sentado en un sillón desvencijado, con una bolsa de hielo apoyada en la mejilla, el rostro magullado y los nudillos hinchados. Marcus descansaba estirado en el sofá, medio dormido, con un vendaje improvisado en el brazo y una manta cubriéndole las piernas.
Agnes caminaba de un lado a otro, aún procesando todo lo que había escuchado.
—Así que… —dijo finalmente, cruzándose de brazos—, ¿una presentación en el zoo, un híbrido de más de cuatro metros y medio, y una granada de nitrato de plata? ¿Y sobrevivieron?
—Más o menos —gruñó Fénix, aplicándose de nuevo el hielo—. Pero puedes apostar que Helena no saldrá tan fácilmente de eso.
Hubo un silencio corto. El sonido del reloj de pared llenó el hueco.
Fénix alzó la vista hacia Agnes.
—Oye… ¿seguro que no somos una molestia para tu tía? —preguntó con un tono casi culpable—. Ya hemos traído suficientes problemas hoy.
Agnes lo miró, encogiéndose de hombros con total naturalidad.
—Tranquilo —respondió—. Mi tía está acostumbrada a este tipo de cosas. Es narcotraficante.
Fénix se quedó inmóvil unos segundos. Marcus, medio dormido, abrió un ojo.
—¿Perdón? —murmuró Fénix.
—Sí —repitió Agnes, como si hablara del clima—. Narcotraficante. Exporta “flores tropicales” y algo más cuando la aduana no mira mucho.
Fénix bajó la bolsa de hielo, incrédulo.
—Perfecto… nos escondemos de un monstruo en la casa de una criminal. Genial.
—Técnicamente, es familia —dijo Marcus con los ojos cerrados—. Eso ya mejora las estadísticas de supervivencia.
Agnes suspiró y se sentó frente a ellos, con el ceño fruncido.
—Escuchadme. Tenemos que avisar a Enid. Si ella sabe lo que pasó, puede preparar un equipo de extracción o al menos cubrirnos.
—No —dijo Fénix, firme.
—¿Cómo que no? —replicó Agnes, molesta—. ¡Casi mueres hoy!
Marcus abrió un ojo y habló sin moverse del sofá.
—Fénix no quiere volver con Enid por orgullo —dijo con voz grave—. Piensa que si vuelve herido, ella lo verá como un fracaso.
Fénix lo fulminó con la mirada.
—No se trata de orgullo —dijo entre dientes—. Es… que no quiero que me vea así. No después de todo lo que ha pasado.
—¿Así cómo? ¿Vivo? —replicó Agnes, cruzándose de brazos.
—Así… jodido, débil —contestó él, apretando la bolsa de hielo con fuerza—. Ella confía en mí para mantener el control, no para regresar arrastrándome como un perro herido.
Marcus se incorporó lentamente y miró a su compañero con una media sonrisa cansada.
—Pues si me preguntas a mí, Enid ya debe de saberlo. Siempre sabe todo antes de que se lo digas.
Agnes asintió.
—Exacto. Y si no le avisamos, cuando lo descubra nos va a matar… lentamente.
La tensión subía en la habitación, hasta que un suave sonido interrumpió la discusión: el golpeteo de una bandeja.
Desde la cocina apareció una mujer robusta de unos cincuenta y tantos, con un delantal floreado y el cabello recogido. Tenía una sonrisa cálida y ojos astutos que no dejaban pasar nada.
—Ya está bien de tanto dramatismo —dijo la tía de Agnes con voz firme pero amable—. He traído té con galletas.
Dejó la bandeja sobre la mesa y observó a los tres con curiosidad.
—Así que vosotros sois los amigos de mi sobrina —dijo, sonriendo—. Por fin me la veo con gente de su edad y no con esos “clientes” raros del puerto.
Agnes se llevó una mano a la cara, avergonzada.
—Tía, por favor…
—¿Qué? —dijo la mujer encogiéndose de hombros—. Me alegra que por fin tenga amigos. Y no os preocupéis, aquí nadie pregunta, nadie escucha, y si alguien viene… —levantó una ceja con picardía—, tengo contactos que desaparecen problemas.