Code Fénix Maximum

CAPÍTULO 152: Insurrección-21

CAPÍTULO 152: Insurrección-21

Bruno empujó la puerta de la habitación con la parsimonia de quien no teme respuestas. La luz del centro médico era fría, blanquecina; los monitores marcaban ritmos tranquilos. Helena Strauss yacía recostada, la tez más pálida de lo habitual, vendajes en el cuello y la muñeca, un hilo de suero goteando en la vía. Sus ojos, sin embargo, no habían perdido ni un ápice de esa calma calculadora: si algo la había tocado, lo había convertido en rabia silenciosa.

—¿Cómo estás? —preguntó Bruno, sin afecto, dejándose caer en la silla junto a la cama. Sus movimientos delataban que él también cargaba su propio dolor: una mueca oculta, un vendaje a la altura de las costillas, la camisa con manchas oscuras que no eran solo sudor.

Helena torció apenas la comisura de los labios. La infección por nitrato de plata le quemaba la piel de manera lenta —enrojecimiento, fiebre— pero la medicina hacía su trabajo: la mantenía estable. Su odio hacia Fénix, sin embargo, ardía con más fuerza que cualquier quemadura.

—He sobrevivido —dijo Helena con voz baja—. Eso ya es suficiente por ahora. ¿Tú? ¿Estás entero?

Bruno dejó escapar un pequeño sonido entre dientes, más cercano a una risa contenida que a otra cosa.

—He salido igual de tocado —contestó—. Un costillar fisurado, algunas contusiones… nada que no cure el tiempo. No vine a hablar de mí. Vine a darte noticias frescas del frente.

Helena clavó la mirada en él, y en esa quietud se reconocía una complicidad peligrosa.

—Dime —ordenó ella—. ¿Qué ha pasado con ese maldito?

Bruno apoyó los codos sobre las rodillas y entrelazó las manos.

—Hicimos lo que había que hacer. Le hemos dejado claro que esto no es un juego. Pero no ha sido perfecto. El tío tiene dos opciones: o está muerto —y en ese caso, podemos cerrar dos o tres cabos sueltos—, o ha escapado con vida y entonces tendremos que cazarlos a todos como ratas.

Helena apretó la sábana con los dedos; la fiebre quería dibujarle espuma en los labios y, aún así, su voz no cedió:

—Si está vivo, lo quiero a él. Lo quiero vivo y quebrado. Que sufra. Que lo veamos arrodillado. Quiero que lo entierren en vida.

Bruno ladeó la cabeza, entretenido con la manera en que ella elaboraba tormentos:

—¿Quieres espectáculo, entonces? —preguntó—. ¿Quieres que lo humillemos, o que lo destruyamos sin piedad?

Helena sonrió, un gesto frío como un bisturí.

—Ambas cosas. Que conozca el miedo antes de la nada. Y que los que le importan sufran buscando su cadáver.

En ese instante la puerta se abrió de nuevo y entró Matthias: traje oscuro, paso seguro, mirada profesional. Traía en la mano una tablet con imágenes y notas. Se detuvo en la entrada, saludando con un leve gesto. Al verlo, Helena afiló su semblante como quien toma una herramienta afilada.

—Matthias —dijo ella—. Ven. Siéntate.

Matthias obedeció y se aproximó con calma, sin gestos bruscos.

—Informadme —pidió Helena—. ¿Qué sabemos? ¿Dónde están ellos? ¿Qué previsión tenemos?

Bruno dejó la silla y se acercó a la tablet; deslizó con el dedo por imágenes que aún brillaban en la pantalla.

—Fénix y Marcus escaparon del lugar del desorden. Agnes apareció con un vehículo y los sacó. Tienen heridas, pero están vivos. Se han refugiado en un domicilio seguro: la tía de Agnes. Tenemos testigos que los vieron entrar. El coche de escape de ellos quedó inutilizado. —Bruno miró a Matthias con frialdad—. La cifra de contingentes en la ciudad está repartida; si movemos el equipo correcto, los localizamos.

Helena cerró los ojos por un segundo, como calculando variables en silencio.

—Bien —dijo—. Quiero que lo hagáis de forma limpia. Sin escándalos. Pero quiero que Marcus, Agnes y Fénix no vuelvan a levantarse. Que no haya opción de que cuenten nada. ¿Me has entendido?

Matthias tragó saliva y asintió con profesionalidad; su rostro no reveló drama, solo cumplimiento.

—Sí, señora. Me encargaré personalmente.

Helena lo miró como quien mira el tablero donde se ha dispuesto la pieza final.

—Quiero precisión, Matthias. Certeza. No improvises. Cualquier filtración, y todo esto se convierte en un problema político. Lo tenemos a favor ahora. No lo desperdiciéis.

Matthias apretó el puño bajo la mesa, una promesa contenida.

—No la decepcionaré —respondió—. Deme el plazo y lo cierro esta misma noche.

Bruno se quedó callado un segundo, observando a Helena con esa mezcla de respeto marañado con destino: era la mujer que había convertido el poder en detrás de bambalinas su obra. Se inclinó apenas hacia adelante.

—¿Quieres que sea rápido? —preguntó, seco.

—Quiero que sea efectivo —corrigió ella—. Y que tengamos pruebas de que lo hicimos por seguridad pública, no por venganza. Que la narrativa esté a nuestro favor.

Matthias asintió de nuevo y ya con la tableta en mano se puso en pie. Antes de salir, se permitió un gesto más hacia Helena.

—Así será. No fallaré.

Helena sonrió con dureza y, por un instante, dejó ver el veneno de su ambición mezclado con la herida personal. Bruno permaneció un instante más, mirando la figura de Helena apoyada en la cama y la mano que temblaba apenas en la sábana.

Agnes se quedó un segundo inmóvil en el vestíbulo de Enid Corp, con la tarjeta de acceso temblando entre los dedos. El edificio parecía respirar a otra velocidad por la mañana: cristales pulidos que reflejaban un cielo pálido, empleados cruzando como fichas en un tablero que no se detenía. Ella inspiró hondo y recordó la promesa que le había hecho a Fénix; cada inhalación le recordó el peso de esa palabra.

En su cabeza, una voz repetitiva intentaba imponerse sobre el miedo:

—Tú puedes. Has hecho cosas peores. Solo es un trámite más.
—No tienes autorización, Agnes. ¿Qué haces?
—Lo haces por él. Lo haces por los demás. Es solo entrar, coger y salir. Nadie se dará cuenta.
—Si te pillan, te quedas sin trabajo… y peor.
—Vale. Si no lo intentas ahora, mañana quizá ya no haya oportunidad.




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