Code Fénix Maximum

CAPÍTULO 153: Insurrección-22

CAPÍTULO 153: Insurrección-22

Fénix estaba sentado en el sofá, con una bolsa de hielo apoyada sobre el pómulo derecho mientras el noticiero alemán sonaba de fondo. La pantalla mostraba imágenes del zoológico destruido, con titulares que hablaban de un “incendio misterioso”. El volumen era bajo, suficiente solo para llenar el silencio.
La tía de Agnes, una mujer de unos cincuenta y tantos años, con el cabello recogido y un cigarro colgando del labio, se sentó a su lado con una taza de té humeante.

—No te ves tan mal, considerando lo que me dijo Agnes —comentó con voz rasposa, soltando una ligera carcajada.
—He pasado por peores —respondió Fénix sin apartar la vista del televisor.

Hubo una pausa breve, en la que el sonido del noticiero se mezcló con el golpeteo de la lluvia en la ventana. La mujer miró hacia el pasillo, asegurándose de que Agnes no estuviera escuchando, y luego volvió su atención a Fénix.

—¿Sabes? —empezó— Agnes nunca fue de tener muchos amigos. Siempre fue… reservada. De niña, apenas hablaba.
Fénix giró el rostro, curioso, bajando la bolsa de hielo.
—¿Y eso por qué?
—Supongo que la vida no le dejó mucho margen. —La mujer exhaló humo lentamente—. Su madre la abandonó cuando era pequeña. El padre... murió en un accidente cuando Agnes tenía ocho años. Desde entonces, ha estado sola.

Fénix la miró en silencio. Por un momento, el sarcasmo habitual desapareció de su rostro.

—No lo sabía —dijo en voz baja.
—Nadie lo sabe. A los dieciséis empezó a trabajar. No se le da estudiar, nunca fue su fuerte. Pero tiene agallas, eso sí. —Sonrió con un dejo de orgullo—. No sé cómo terminó metida en todo esto de Enid Corp, pero al menos parece haber encontrado un propósito.

Fénix asintió despacio, con la mirada perdida en la pantalla, donde pasaban imágenes del caos en Berlín.

—Tiene más valor que muchos adultos que conozco —dijo finalmente.
La tía soltó una risita—. Y más corazón. No se lo digas, pero siempre quiso ayudar a la gente… aunque no lo admita.

El silencio volvió a la habitación, roto solo por el eco lejano de la televisión. Fénix suspiró y apoyó la bolsa de hielo en su rostro otra vez.
—Tiene suerte de tenerte —murmuró.
—No, chico. —La mujer lo miró con una mezcla de dureza y ternura—. La que tiene suerte es ella, por tener gente que al fin se preocupa por ella.

Fénix no respondió. Solo asintió, con una expresión que mezclaba cansancio y una leve culpa.
Y en ese silencio, algo en él parecía empezar a cambiar.

Marcus caminaba despacio por la acera, el sol pegando tibio en la cara; el barrio olía a césped cortado y a café de terraza. Iba con las manos en los bolsillos, fingiendo despreocupación, pero la cabeza no paraba. Al pasar junto a un coche aparcado, el vidrio le devolvió un reflejo que le clavó un nudo al estómago: una figura que cruzaba el techo de un portal, elegante y fría, con una gabardina oscura ondeando. Marcus paró un segundo, miró mejor —la cara le cuadró— y entendió.

—Matthias.

Lo reconoció al instante: el tipo de la tablet, la voz seca, la mano que firmaba condenas. Uno de los hombres de la división de Helena. El mismo que aquella mañana se había comprometido a “encargar” el asunto. Lo vio mirar en torno, medir fachadas, comprobar rutas. Fue un relámpago en el cristal y luego desapareció entre sombras.

Marcus tragó saliva, tensó la mandíbula y siguió caminando. Respiró hondo, obligándose a parecer un vecino cualquiera: saludó a un repartidor, fingió revisar el móvil. No quería alarmar a nadie en la calle ni dar pistas. Entró en la casa por la puerta trasera sin prisas, con la calma calculada de quien lleva un problema grande en el pecho.

Dentro, la tía de Agnes servía la última taza de té en la mesa. Fénix estaba sentado en el sofá con la bolsa de hielo aún sobre la cara, los ojos cerrados a medias. El volumen del televisor apenas se oía; la casa olía a galletas y a lejía, a lo seguro y cotidiano que siempre había parecido.

Marcus cerró la puerta con cuidado, se apoyó un segundo contra el marco y, en voz baja, dijo:

—Hay alguien rondando afuera. Lo he visto reflejado en el cristal de un coche. Matthias.

El silencio cortó el salón. La tía dejó la taza con un golpe mesurado sobre el plato; Fénix se incorporó de inmediato, la bolsa de hielo cayendo al suelo.

—¿Matthias? —repitió la tía, alzando una ceja—. ¿Ese es el nombre de los que vienen a romper puertas en traje?

—Ese mismo —respondió Marcus, sin alzar la voz—. Si él está en la zona, no anda de paseo. Nos han olido.

Fénix clavó en Marcus una mirada fría, y por primera vez la rabia dejó paso al cálculo.

—Vale —dijo—. No nos flipes. ¿Qué hacemos?

La tía de Agnes entró en modo operativo sin titubeos; sus manos ya conocían las rutinas de quien vive de la calle.

—Tapad las ventanas —ordenó—. Sacad las sábanas, moved los muebles hacia las puertas, cualquier cosa que pueda dar la impresión de que no hay nadie o, al menos, que complique una entrada fácil.

Agnes entró por la puerta como si viniera de la compra, con la mochila colgando del hombro y la cara todavía temblando de adrenalina. Al verla, Marcus dejó de clavar las tablas y fue directo a ella.

—¿Lo conseguiste? —preguntó en voz baja, sin rodeos.

Agnes dejó la mochila sobre la mesa y, con las manos que le temblaban, sacó el pequeño estuche envuelto en un pañuelo. Al desenvolverlo, los dos viales verdes brillaron a la luz mortecina del salón.

—Sí —dijo ella, jadeante—. Dos. Como pediste. No me vieron, no me pararon, y juro que cruzo los dedos cada dos pasos.

Fénix se llevó una mano al pecho como si le volviera a crecer la esperanza.

—Bien hecha —murmuró—. Bien hecho.

La tía de Agnes, que estaba colocando sábanas frente a una ventana, clavó una mirada de complicidad y suspiró.

—Te he dicho que mi sobrina tiene más agallas que la mitad de los tipos de la ciudad —dijo con una sonrisa torcida—. ¿Dónde las metiste?




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