Code Fénix Maximum

CAPÍTULO 156: Insurrección-25

CAPÍTULO 156: Insurrección-25

El despacho de Enid Corp olía a cuero y a limpio; las paredes estaban tapizadas con un gris profundo que absorbía la luz y dejaba sólo la claridad puntual de la mesa de cristal. Fénix estaba sentado en uno de los sillones de cuero caro, la postura relajada pero con una tensión contenida en los dedos. La cicatriz en el rostro le daba un aire que no necesitaba más adornos para intimidar. Enid, de pie junto a la ventana, lo miraba con la distancia fría de siempre, aunque sus ojos delataban una curiosidad peligrosa.

—Dime —empezó Enid, girándose para sentarse frente a él—. Tienes pruebas suficientes para hundir a Helena ante cualquiera. ¿Pero cuál es tu plan, aparte de volcar esa información al público? ¿Cómo la destruyes sin que el sistema nos devore a nosotros también?

Fénix la contempló un instante como quien decide si comparte un secreto o una estrategia de guerra. Al final dejó escapar una media sonrisa, nada amable pero tampoco fría.

—Sí —contestó—. Hay algo más. No pienso limitarme a enseñarle al mundo quién es. Tengo pensado algo en dos partes.

Enid arqueó una ceja. La curiosidad se transformó en atención completa.

—Habla —pidió ella.

Fénix apoyó los antebrazos en los reposabrazos del sillón y se inclinó ligeramente hacia delante, como quien toma la palabra en una mesa de negociación.

—Primero —dijo con voz baja—, hay una pieza que me debe cuentas pendientes. Alguien que hace tiempo se cree intocable. Lo primero es hacerle pagar. No por venganza gratuita: por equilibrio de cuentas. Si quitamos a esa persona del tablero, desestabilizamos la red de protección que cubre a Helena.

Enid cerró los ojos un segundo, evaluando la lógica detrás de la idea.

—¿Y la segunda parte? —preguntó, sin perder el hilo.

—Después —continuó Fénix—, iremos a por Helena. Con menos aliados, con la estructura oxidada por la caída del primero, la expondremos. No sólo con datos: con pruebas operativas, testigos, movimientos financieros. Lo haremos de forma que no puedan revertirlo ni manipular la narrativa. Pero para esa segunda fase necesito algo más.

Enid inclinó la cabeza, esperando la condición.

—¿Qué necesitas? —inquirió.

Fénix miró al frente, con esa firmeza que tenía cuando hablaba de acciones y no de promesas.

—Un poco más de suero Uber Lycan. Nada más. Con una dosis responsable encuentro a la primera pieza que hace falta, y con otra planificación podemos asestar el golpe final contra Helena.

Se hizo un silencio pesado en el despacho, sólo roto por el murmullo lejano de la ciudad. Enid posó las manos sobre el apoyabrazos de su sillón y lo miró con una mezcla de cálculo y algo que podría llamarse ternura contenida.

—Muy bien —dijo al fin, con la voz fría que volvía a ocupar su lugar—.

Cementerio privado — afueras de Múnich. La lluvia había cesado hacía poco; el aire olía a tierra húmeda y a hierba raspada. Entre cipreses alineados y senderos de grava, Bruno avanzó con pasos medidos. El abrigo todavía le pegaba al cuerpo por el calor reciente del combate, pero sus movimientos eran lentos, como si cada paso le costara algo más que energía física.

Al llegar a la parcela donde yacían dos lápidas nuevas —una con el nombre de Matthias, la otra con el de Mara— se detuvo. Se apoyó en la pala clavada a un lado, miró la piedra con indiferencia al principio, y luego dejó caer la mano con más fuerza de la necesaria. Cerró los ojos, inspiró y, sin más compañía que el rumor del viento, comenzó a hablar en voz baja, para sí mismo y para los que aún podían oír.

—Cuando entré en el Escuadrón Strauss —dijo—, Helena me prometió tres cosas. Tres palabras que, en aquel tiempo, sonaban a cometido, a recompensa, a destino. Me dijo que tendría una familia; que pelearía contra los más fuertes; y que, por la pureza de mi sangre, me convertiría en el más fuerte de todos.

Su voz no era grande; había en ella una gravedad contenida, como si cada palabra fuera un ladrillo más en un muro que no quería derrumbarse.

—Familia —repitió, con un gesto amargo—. Me habló de cenas, de nombres que me protegerían, de miradas que no juzgarían. Yo creí en esa familia. Me creí parte de algo que no era solo orden y disciplina. Pensé que, cuando la noche fuera larga, habría gente dispuesta a tender la mano. Mira dónde quedaron esas manos.

Se acercó a la lápida de Matthias y tocó la piedra con la yema de los dedos, como tanteando un frío que no se atrevía a aceptar del todo.

—Pelear contra los fuertes —continuó—. Esa sí que era la promesa que me gustaba. Yo vengo de un sitio donde o peleas o te tragan. Me vendieron la guerra como un arte; la disciplina como la cuna del honor. Me dijeron que aquí habría oponentes que valieran la pena, que cada golpe tendría sentido porque rompería a quien realmente lo mereciera.

Bruno apretó la mandíbula. De su garganta salió un sonido que bien podría haber sido una risa, pero no hubo humor en él.

—Y la pureza de la sangre —murmuró con desdén—. Me la vendieron como garantía. “Eres especial”, me dijeron; “eres superior”. Esa palabra me la colaron como si fuera un salvoconducto. Y yo la acepté porque necesitaba creer que pertenecía a algo que me justificara. Ahora sé que esa ‘pureza’ era una etiqueta; un rótulo pegado para seleccionar soldados a los que usar hasta el último cartucho.

Se quedó en silencio un momento, mirando las letras grabadas en la piedra. La lluvia empezaba de nuevo en forma de pequeñas gotas que salpicaban la lápida y la tierra.

—Todo fue una puta broma —dijo al fin, sin estridencias—. Una broma de la jefa. Promesas vacías que me hicieron creer que tenía un lugar. Me prometió familia y me dio ordenes. Me prometió lucha y me dio trampas. Me prometió grandeza y me dejó con las manos llenas de muertos ajenos.

La rabia no era explosiva; era más bien una corriente fría que le recorría las venas. No buscaba venganza en ese instante; buscaba entender cómo había llegado a aceptar aquello que ahora le repugnaba.




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