Code Fénix Maximum

CAPÍTULO 159: Insurrección-28

CAPÍTULO 159: Insurrección-28

En la sala de reuniones del piso 42, con las luces de la ciudad reflejándose en los cristales, Enid estaba sentada frente a un hombre de traje oscuro, expresión seria y porte presidencial. George Bush, presidente de los Estados Unidos, había atendido su llamado sin demora.

—Señor presidente —comenzó Enid, sin rodeos—, agradezco que viniera. La situación es crítica. Helena Strauss ha cruzado demasiadas líneas. Tengo las pruebas suficientes para hundirla, pero necesito apoyo político. No basta con exponerla: debe ir a prisión.

Bush cruzó las manos sobre la mesa, con gesto firme pero cordial.

—No necesita convencerme, Enid. Strauss es un problema que ha crecido demasiado. Y además… —sonrió con cierta complicidad— les debo un favor. Especialmente a Fénix. Si no fuera por él, la Casa Blanca habría caído en manos de ese lunático llamado Adán.

Enid asintió, con una leve media sonrisa. Su porte seguía siendo impecable, pero había tensión en su mirada.

—Fénix arriesgó la vida ese día —dijo—. Y ahora está dispuesto a terminar el trabajo. Pero necesitamos que Strauss sea realmente arrestada. Que no escape, que no compre su salida, que no desaparezca con influencias.

Bush inclinó la cabeza, seguro de sus palabras.

—Por eso estoy aquí. No se preocupe. Ya he ordenado el despliegue de un equipo de captura. Operan con jurisdicción internacional y tienen autorización total. Van camino a la residencia de Helena Strauss ahora mismo.

Enid inspiró lentamente. Era la primera vez en mucho tiempo que se permitía un mínimo alivio.

—Entonces… es cuestión de tiempo.

Bush asintió.

—Así es. En breve será capturada, y cuando eso suceda, todo saldrá a la luz. Sus crímenes, sus manipulaciones, su experimento con los licántropos… todo. El mundo verá quién es en realidad.

Enid miró por la ventana, con la ciudad extendiéndose a sus pies, como si ya pudiera ver el futuro formarse desde allí.

En un McDonald’s a las afueras de Múnich, la atmósfera no podía ser más distinta al caos vivido horas antes. Mesas amarillas, olor a patatas fritas y niños corriendo. Nada de sangre. Nada de tumbas. Nada de rugidos.

Solo tranquilidad.

Fénix, Agnes y Marcus estaban sentados en una mesa frente a la ventana, cada uno con su bandeja. Hamburguesas, bebidas grandes y un par de nuggets extra “por si acaso”. Fénix llevaba el abrigo abierto, aún vestido con su traje negro, pero ahora más relajado; Marcus devoraba su Big Mac como si no hubiera comido en días; Agnes mojaba sus patatas en kétchup con aire distraído.

—Bueno —dijo Marcus con la boca llena—. No todos los días se descuartiza a un general de Helena y luego se cena en un McDonald’s. Yo digo que deberíamos brindar… con Coca-Cola, claro.

Agnes sonrió, aunque cansada.

—No puedo creer que estemos celebrando esto aquí. —Hizo un gesto con la pajita—. Pero… supongo que es lo más normal que hemos hecho en semanas.

Fénix se quedó en silencio un momento, apoyando los antebrazos en la mesa. Luego habló, sin su tono sarcástico habitual, sin ironía ni máscaras.

—Quiero deciros algo —dijo, mirándolos a ambos—. Si no fuera por vosotros, yo no estaría aquí.

Marcus se detuvo a mitad de su hamburguesa. Agnes levantó la mirada, sorprendida.

—Hablas en serio —murmuró ella.

—Muy en serio —afirmó Fénix—. Marcus, si no hubieras estado conmigo en aquella casa, me habrían partido el cuello en dos. Y Agnes… si no hubieras creído en mí, si no hubieras seguido adelante aunque todo parecía perdido… yo habría caído. Para Helena, para Bruno… para cualquiera. Me habrían comido vivo.

Agnes bajó la mirada, pero sonrió. Marcus tragó y levantó el vaso para brindar.

—Pues… no te moriste. Y sigues siendo nuestro desastre favorito.

Fénix dejó escapar una breve risa, una sincera. Levantó su vaso también.

—Bruno cayó. Y Helena viene después. Pero pase lo que pase…

Miró a sus dos aliados. Sus dos amigos.
Con ojos que no eran fríos ni salvajes ni rotos.
Sino humanos.

—Gracias. A los dos. De verdad.

Agnes juntó su vaso al suyo. Marcus también.

—Por no morir —dijo Marcus.

Marcus se levantó con su bandeja en la mano, todavía masticando.

—Voy a tirar esto. Ahora vuelvo —dijo, caminando hacia los cubos de basura, dejando a Fénix y Agnes solos en la mesa.

El silencio que quedó entre ellos no era incómodo. Era tranquilo. Casi íntimo. El ruido del McDonald’s seguía ahí: niños riendo, hornos pitando, conversaciones cruzadas. Pero por un momento, el mundo parecía detenerse alrededor de ellos.

Agnes miró su vaso, girándolo entre sus manos. Luego levantó la vista hacia Fénix, quien estaba mirando por la ventana, pensativo, pero más calmado que nunca.

—¿Sabes? —dijo ella, en voz baja— Hay una frase que dice: “Nunca conozcas a tus ídolos, porque te decepcionarán”.

Fénix ladeó la cabeza y la miró, curioso.

—¿Y tú qué piensas?

Agnes esbozó una sonrisa pequeña, honesta. Sus ojos reflejaban algo cálido, algo que no tenía que ver con admiración ciega, sino con lazos forjados a fuego y sangre.

—Que esa frase está completamente equivocada.

Fénix no dijo nada, pero sus ojos mostraron una emoción suave. No acostumbrada en él. No dicha, pero entendida.

Y en la mente de Agnes, sin necesidad de decirlo en voz alta, un pensamiento se formó con claridad absoluta:

Este hombre no es un ídolo. No es una leyenda. Es alguien que sangra, que cae, que se levanta… y que nunca nos abandonó.
Lo vi luchar cuando todo era imposible. Lo vi romperse y seguir adelante.
No es un héroe perfecto, ni falta que le hace.
Es mi hermano. De otra vida, de otro mundo… pero mi hermano.

Fénix volvió a mirar hacia adelante, sin saber que en el corazón de Agnes, ese sentimiento había echado raíces.

Ella no lo adoraba.
Ella lo había elegido.
Como familia.




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