CAPÍTULO 162: Insurrección-31
En la sala principal de Enid Corp, el televisor del lobby emitía el noticiero alemán, la voz del presentador sonaba clara, casi solemne:
—Las autoridades han confirmado que los responsables del incidente ocurrido en Berlín el pasado 31 de octubre han sido identificados como Viktor Koval y Darem Sentinel. Ambos han sido detenidos y se encuentran bajo custodia, en espera de su juicio. Se espera que en los próximos días salgan a la luz más detalles que vinculan a Helena Strauss y otras figuras dentro de la antigua estructura militar clandestina.
Las imágenes mostraban a Viktor y Darem esposados, bajando de un vehículo con las cabezas cubiertas, rodeados de agentes armados.
Fénix, sentado en el suelo, sostenía una caja llena de adornos navideños. Enid, respaldada por sus vendajes ya casi sanados, estiraba una guirnalda plateada para colgarla en el árbol recién armado.
—Al fin terminó —dijo Fénix, colgando un pequeño lobo de madera en una rama—. Creí que esto iba a llevarnos años.
Enid sonrió, ajustando una esfera roja.
—A veces la justicia tarda, pero llega. Y esta vez llegó justo antes de Navidad. —Se detuvo un segundo, mirando la pantalla—. Me alegra que todo se haya expuesto. Que la verdad esté ahí fuera.
—¿Sabes qué es lo más raro? —comentó Fénix, sacando otra caja con luces—. Por primera vez en meses… no siento que tenga que estar mirando por encima del hombro.
Enid dejó escapar una risa suave.
—Eso se llama paz. Cuesta acostumbrarse.
—¿Y tú? —preguntó él, colocándose de pie para alcanzar una rama alta—. ¿Cómo te sientes con todo esto?
Enid se apoyó en el borde del sofá, viendo el árbol ya casi completo.
—Me siento… viva. Y eso ya es mucho. —Luego lo miró de lado—. Además, no todos los días puedo decorarlo contigo. Si alguien me decía hace unos meses que acabaríamos haciendo esto…
—Le habrías roto la cara —respondió Fénix, divertido.
—Probablemente.
Ambos rieron en sincronía, mientras la pantalla seguía mostrando titulares en bucle, ya sin peso sobre ellos.
Fénix conectó las luces. El árbol cobró vida en tonos cálidos y destellos suaves.
—Quedó bien —dijo él.
—No. Quedó perfecto —respondió Enid.
Y, por primera vez en mucho tiempo, el silencio que siguió fue cómodo.
No era el final.
Pero era, al fin, un respiro.
—Fénix… necesito que te mantengas sereno —dijo con un tono firme, pero no frío—. Esta misma noche volamos a Nueva York. Seréis testigos clave en el caso contra Viktor y Darem.
Fénix dejó caer los brazos junto al cuerpo. No parecía sorprendido, pero sí ligeramente cansado por dentro.
—Así que es oficial —respondió—. Sabía que tarde o temprano pasaría.
Enid asintió, caminando hasta quedar frente a él. No era una orden, era una petición.
—Tu declaración es esencial. Nadie más estuvo tan cerca de todo lo que pasó. Y no solo tú. Lucian, Marcus, incluso Vannesa… todos sois parte de esto. Sin vuestro testimonio, podrían negociar condenas menores. No podemos permitirlo.
—Lo sé —dijo él, sin rastro de duda—. No me gusta volver a Estados Unidos, pero… supongo que es lo que toca.
—No supongas —corrigió Enid con una leve sonrisa—. Es lo correcto. Y esta vez no estarás solo. Tienes a tu equipo. Me tienes a mí.
Fénix la miró un segundo en silencio, con algo distinto en la mirada. Más tranquilo, como si la certeza hubiera caído en el lugar justo.
—Entonces iremos —dijo al fin—. Declararemos. Y cerramos este capítulo definitivamente.
Enid alzó una mano y le acomodó el cuello de la chaqueta, un gesto simple, casi doméstico.
—Eso espero. Porque cuando todo esto acabe… —Su voz bajó, suave, íntima—. Quiero una Navidad sin sobresaltos. Una en la que podamos dormir sin armas bajo la almohada. ¿Te imaginas?
Fénix dejó escapar una pequeña risa.
—Sí. Y hasta poner más luces si quieres.
—No te pases —respondió ella, y ambos sonrieron.
Fuera, la noche berlinesa se preparaba para nevar.
Dentro, el árbol brillaba cálido detrás de ellos.
Y el destino, por una vez, no parecía una amenaza, sino un viaje inevitable.
Agnes asomó la cabeza por la puerta del lobby acristalado, interrumpiendo el momento.
—Fénix… es hora —dijo, con esa media sonrisa que llevaba desde que todo terminó.
Él asintió y se acercó, dejando atrás el árbol y a Enid, que los observó en silencio. Fénix y Agnes caminaron juntos hacia la salida, donde la nieve empezaba a caer suavemente sobre la nocturna ciudad.
—Todavía no entiendo por qué insistes en que deje esto —dijo Agnes, guardándose las manos en los bolsillos—. Puedo quedarme. Puedo ayudarte. No tienes por qué cargar con todo solo.
Fénix evitó su mirada al principio, como buscando las palabras justas. Pero cuando habló, lo hizo con una honestidad casi desarmante.
—Porque te tengo demasiado cariño —confesó—. Y no pienso arriesgar que te maten por mi culpa. Ya perdí a demasiada gente. No voy a añadir tu nombre a la lista.
Agnes apretó los labios, conteniendo una emoción que no quería enseñar.
—¿Y qué voy a hacer yo ahora? ¿Volver a mi ciudad, a mi vida aburrida? ¿Olvidar todo esto?
Fénix negó con la cabeza lentamente y sacó un sobre de su abrigo.
—No necesitas volver a nada. Te conseguí un trabajo en Washington D. C. Todo legal, pagado y seguro. Casa incluida, gastos cubiertos… Vas a estar bien. Y lejos de este caos.
Agnes abrió el sobre. Dentro había varias centenas de dólares en efectivo y una tarjeta con una dirección.
Le tembló un poco la mano al sostenerlo.
—¿Y tú cuándo planeabas decírmelo?
—Ahora. Porque si lo decía antes, habrías puesto mil peros —respondió él, casi sonriendo.
Agnes lo miró un segundo, y después lo abrazó. Sin palabras al principio. Solo una fuerza sincera, cálida, nostálgica.
—Gracias… —susurró—. Tuve la aventura más épica de mi vida. No me arrepiento de nada.