Código Murphy

1. La ley de Murphy

Me veo en la obligación de aclarar que no suelo ser una persona negativa, es más, usualmente intento permanecer optimista ante las desgracias que nos manda la madre naturaleza. Soy una ferviente creyente en la filosofía de que las cosas malas pasan para dar lugar a maravillas, que después de la tormenta sale el sol, de esa metáfora que dice que las rosas a pesar de tener espinas siguen siendo magníficas y hermosas. Sin embargo, este día me estaba demostrando todo lo contrario. 

Admito que aquella mañana, cuando salí de casa con la sonrisa más amplia de todas, me sentía invencible e imparable; creía que nada podría salir mal en mi vida de ensueño. Al abrir los ojos a las 6:00 a.m lo primero que ví fue el enorme diamante en el dedo anular de mi mano izquierda, luego de pararme de la cama me topé con la portada enmarcada de mi primer libro publicado, después de darme un baño caliente con lociones exóticas en la bañera busqué en el armario ese vestido nuevo que había comprado hace dos semanas y, entonces, recibí la llamada anhelada de Bruno invitándome a almorzar. Todo era simplemente perfecto. 

Pero ahora estaba allí, parada frente al café en el que acababan de botarme, aferrándome al paraguas, esperando no mojarme con la lluvia, y apretando los labios para no soltar un sollozo que llamara la atención de los transeúntes. 

Él también estaba ahí, con su cara perfilada de perro arrepentido, esas cejas espesas arqueadas en expresión triste e ignorando mis miradas asesinas, mientras cruza la calle con las manos en los bolsillos, cosa que lo hace ver malditamente guapo. 

Sí, Bruno es todo lo que deseé siendo una adolescente hormonal obsesionada con los chicos malos y músculos de pasado oscuro; me sentía la más afortunada a su lado y solía presumirlo en mis redes sociales casi que todos los días. La ocasión en que me pidió que me casara con él fue de los momentos más satisfactorios de mi existencia, sobra decir que me encargué de restregar tal triunfo en las caras de las vecinas chismosas y de las envidiosas arpías que se disfrazaban de amigas. 

Para mi mala suerte, se me escapaba. Se estaba yendo por la avenida en dirección a su... prometida. 

¡Ajá! ¡Prometida! ¡Y no me refiero a mí mísma! 

El estruendo de un trueno le da un toque de dramatismo a la penosa escena, el que ahora es mi ex se desliza entre los autos para llegar al otro lado, unos metros más lejos de mí. Entonces observo las luces del semáforo, rogando porque me bendigan con poderes repentinos y el color cambie lo más pronto posible. 

Imbécil. 

Supongo que por eso los filósofos nunca se ponen de acuerdo en cuanto al significado de la vida, resulta que algunos somos más desdichados que otros, destinados a ser los sacos de boxeo de las fuerzas supremas. 

Qué ingrato. Una vez más me doy cuenta de que los hombres son iguales; igual de Insensibles, egoístas e inconscientes. Beyoncé, en una de sus icónicas canciones, dijo que si las mujeres fuésemos hombres seríamos mejores que ellos, y yo no podía estar más de acuerdo.

El olor de las orquídeas que Bruno me ha regalado en su intento por apaciguar los daños se cuela por mis fosas nasales, recordándome la bonita tarjeta que sostengo con fuerza entre los dedos. Involuntariamente miro el sobre, arrugado y roto a causa de ser la cosa en que he descargado mi rabia. El muy bastardo creyó que era buena idea invitarme a su boda. 

Yo que ya tenía planeados los nombres de nuestros tres futuros hijos y él que viene y dice con una sonrisa cínica que la pasó bien conmigo pero que estaba indeciso, no obstante ya por fín había aclarado sus dudas. Ni siquiera sabía que ella existía, mucho menos que el idiota estaba eligiendo entre nosotras. 

¡Llevábamos tres años comprometidos! 

¡Menuda tontería!

Regreso al semáforo con la mandíbula apretada, sigue igual, y él ya está rodeando la esquina sin mirar atrás. Claramente hoy no era su turno de conocer a nuestro padre celestial. 

Lástima. Ni que lo fueran a dejar ir al cielo, de todas formas.

De pronto, el aguacero se convierte en tempestad. Esa es la señal que necesito para levantar todas mis fuerzas del suelo y caminar de vuelta a casa. 

La vida continúa.

***

—...Y, entonces, me dijo que llevaba saliendo mucho más tiempo con ella que conmigo, pero quería estar seguro de tomar la decisión correcta. Estaba comprometido con ambas, ¿Puede creerlo?. 

El viento helado me golpea en la cara, lo cual agradezco porque seca mis lágrimas y no permite que me vea tan lamentable. Al mismo tiempo, jugueteo con los pétalos de las flores en mi regazo y arranco uno que otro de vez en cuando. 

Me quiere. 

No me quiere.

Está claro que no me quiere.

Ahora yo tampoco lo quiero a él.

Me quiere.

¿Y si me llama arrepentido? ¡Santo cielo! Dejé morir la batería del teléfono, debo de tener unas llamadas perdidas suyas. 

No me quiere.

¡Ay, por favor!

La anciana que se encuentra sentada a mi lado en la banca de la parada de autobuses me observa con el ceño fruncido, puedo percibir la compasión en su mirada grisácea y cómo intenta encontrar las palabras correctas para dar su opinión al respecto. Finalmente, toma mi mano y le da unas palmaditas con ternura. 

—¡Oh, querida! Pobre de tí, eso quiere decir que tú eras la otra. 

Sus palabras logran remover todo lo que había intentado mantener en su lugar, me descomponen. De repente, la brisa ya no es suficiente para ocultar el llanto. Qué mundo más cruel, repleto de personas crueles y vacías.

Definitivamente, el amor no es para todos. No nacemos con un alma gemela. No hay un destino, o un hilo rojo que ayude a trazarlo. No estamos hechos el uno para el otro, no hay una persona que nos ame tanto como para unir su vida a la nuestra. 

Quizá a esto estoy condenada, a ser la chica con la sonrisa rota que se empapa en la solitaria lluvia, sin tiempos de arcoíris ni mariposas. Escondida en su auto, si al menos tuviera uno. Alguien que no nació para ser amada, todo lo contrario a lo que dice Maroon 5.




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