Código Solovyev

Capítulo IV

1 año y 1 mes desde la llegada año 2****

La sangre sabe a cobre y promesas rotas. Siempre. Pero ahora, cuando el sudor me chorrea por las sienes durante el entrenamiento, no es sólo el sabor del miedo o la neurotoxina residual. Es el sabor del control. Agrio. Metálico. Caro.

Voronin me lanza otra andanada de perdigones de uranio empobrecido desde las sombras del hangar. El eco en el acero es un martilleo sordo que me recuerda a las bisagras de la puerta arrancada en la Cripta.

—Screeech. Boom. — Pero mi cuerpo ya no reacciona con el pánico animal. Calcula. Las esquivas son precisas, económicas: un giro de cadera aquí, un paso lateral rápido allá. Siento los músculos fibrosos, las cuerdas de bestia bajo mi piel, tensarse como cables de acero, pero no se rompen. No se desbordan. El dispositivo Argos en mi nuca es un diente de león muerto ahora, inerte. El látigo es mío. Lo llamo conciencia.

Anoche, la pesadilla fue distinta. Ya no estaba atado a la mesa de Mueller. Estaba de pie frente a ella. Viéndome a mí mismo – ese hombre demacrado de ojos azules y pánico puro – gritar mientras la sierra descendía.

— ¡ANYA NECESITA LA CURA! — El grito resonó, pero esta vez, yo sostuve la sierra. No la usé. La dejé caer al suelo con un estrépito que hizo temblar los vidrios de las jaulas de observación. El Aleksander atado dejó de gritar. Me miró. Sus ojos azules, los míos perdidos, reflejaron algo que no había visto antes en ese infierno: pregunta. Desperté con el corazón como un tambor de guerra, pero las garras no habían salido. La litera estaba intacta. Solo mis puños, apretados hasta que las uñas – humanas, solo uñas – marcaron media luna en mis palmas.

—¡Más rápido, Solovyev! — Voronin ruge desde su balcón blindado. Su voz es la de un perro guardián, siempre alerta, siempre desconfiado. —¡Dark no te dará tiempo para pensar en flores y recuerdos!

Flores. Las margaritas blancas que Anya amaba. Las que le llevaba al hospital. El olor a cloro y enfermedad siempre las ahogaba. Ahora, en la locura controlada de mi mente, ese olor es un mapa. Un faro. No de debilidad. De foco. La rabia es un océano negro dentro de mí, sí. Pero ahora navego en él. No me ahoga. Lo cabalgo como un navío de acero y cicatrices.

Un holograma de James Dark emerge de una columna de humo simulado. Sonríe con esa dentadura perfecta y falsa que tanto odio. Antes, esto habría desencadenado el torrente. El hueso creciendo, la piel desgarrándose para dejar salir la garra, el rugido que no es mío sino del lobo que me cosieron al alma. Ahora, respiro hondo. El aire entra frío por la nariz, llenando mis pulmones con el olor a aceite y metal del hangar. No es formol. No es la cripta. Es aquí. Es ahora.

El holograma de Dark abre la boca para soltar alguna perla de desprecio grabada de sus archivos personales. No lo escucho. Veo el logo de World Exploration bordado en su holograma. Un planeta devorado por engranajes. Mi objetivo. Mi cuerpo se mueve. Un disparo preciso de mi rifle de asalto modificado – un arma humana, fría, calculada – impacta en el centro de ese logo. El holograma parpadea y se desvanece. No hubo salto bestial. No hubo garras. Solo la precisión letal de un soldado. De un hombre.

—¡Hum! — gruñe Voronin. No es un elogio. Es un reconocimiento forzado. —Ahora los otros cinco. Sin balas. Manos libres. Control total. 0 fallas.

Los siguientes hologramas son guardias. Avanzan con rifles. El clic-clic de sus armas simulando recarga es el sonido de los seguros de las jaulas en la Cripta.

Clic. Trapped. Clic Experiment Clic. Pain. — Antes, cada clic era un escalpelo en mi cerebro. Ahora es… un patrón. Una debilidad. Me muevo entre ellos como niebla con peso. Mi mano – mi mano humana – golpea gargantas con precisión quirúrgica. Un codo fractura un hueso cervical simulado. Una patada baja, sin la elongación brutal de la tibia, desactiva una rodilla holográfica. Es brutal. Es eficiente. Pero es mío. No del lobo. El lobo observa desde detrás de mis ojos, sus garras retraídas pero afiladas, su aliento caliente en mi nuca. Esperando. Pero obediente. Por ahora.

Cuando el último holograma cae, hay silencio. Voronin baja al nivel del hangar. Sus botas repiquetean en el metal como los pasos de Mueller. Pero no soy ese hombre atado. Estoy de pie. Sangro por un corte superficial en el brazo donde un perdigón rozó. La herida ya está cerrándose, el picor familiar de la regeneración forzada por el BQ25. Duele. Siempre duele. Pero el dolor es una herramienta más. Como el rifle. Como el odio.

—Bien — Voronin se detiene frente a mí. Su mirada escudriña mis ojos. Buscando el oro bestial, la locura. Encuentra azul. Un azul frío como el acero de Siberia. Profundo como la tumba de Anya. —Parece que el fantasma aprendió a usar sus cadenas.

No respondo. Mirad hacia el techo alto, hacia las luces fluorescentes que parpadean. Por un instante, no veo cables ni vigas. Veo estrellas. Las que miraba con Anya desde la ventana de su cuarto de hospital, inventando constelaciones: La Jeringa Valiente. El Oso de Peluche. Ella reía. Una tos seca cortaba siempre la risa.

El recuerdo no me desgarra. Me afila. El lobo gruñe dentro de mí, pero es un gruñido de acuerdo. De propósito compartido.

—¿El siguiente paso? — Mi voz suena ronca, pero clara. Humana. Demasiado humana para lo que soy.

Voronin sonríe, una grieta en su rostro de granito.

—Operación Filamento Frío. Infiltración en el Centro de Datos Omega de WE. Debajo del AG-010. — Hace una pausa, disfrutando del efecto de sus palabras. —Donde empezó todo. Donde archivaron a tu hermana.

Siento una vibración en mis huesos. No es el llamado del lobo. Es el latido de la venganza, fría y medida. La imagen de Sonya Romanov cruza mi mente. Su pistola fallando. Su mirada de lástima convertida en algo más… complejo. En el campo de batalla que viene, ella será una variable. Quizás un obstáculo. Quizás algo más.




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