MI NOMBRE ES ALEKSANDER SOLOVYEV.
Lo repito en mi mente como un mantra mientras los ojos dorados del ser en el tanque me perforan. No son como los míos. No tienen la ira controlada, el dolor domesticado. Son hielo puro. Vacío absoluto.
El líquido ámbar burbujea. El cuerpo ahí dentro se mueve.
Una mano —no una garra, no del todo— golpea el cristal desde adentro.
— CRACK. — Una fractura serpentea a través del vidrio reforzado.
No. No. No. No.
El Fénix-7 en mi mano aúlla, sus lecturas disparándose al rojo vivo. GENOMA BQ25 - VARIANTE ALFA: 98.7% DE SIMILITUD.
Es yo. Pero no yo.
Es lo que Mueller quería que fuera. Un arma perfecta. Sin recuerdos. Sin dolor. Sin Anya.
— CRACK. — Otra fractura. El líquido comienza a gotear. Huele a formol y almendras amargas. CX-09. Lo usaron en él. Lo usaron en mí.
Mis piernas tiemblan. No de miedo. De rabia. Una rabia tan profunda que siento que mis huesos van a romperse y reformarse ahí mismo.
El ser en el tanque sonríe. Tiene mis dientes.
— ¡BOOM! — El cristal estalla. El líquido ámbar inunda el suelo, arrastrando trozos de vidrio como diamantes malditos.
Y él se despliega. Alto. Delgado. Perfecto.
No hay cicatrices. No hay deformidades. No hay rastro de los experimentos, del dolor, de las noches gritando el nombre de Anya mientras me cortaban.
Soy un monstruo. Él es un dios.
Y me mira como yo miraba a los soldados de World Exploration antes de romperlos.
Con curiosidad. Con desprecio.
—Aleksander…— dice. Su voz es la mía, pero sin ronquera, sin cicatrices. Como si nunca hubiera gritado. Como si nunca hubiera sufrido.
El Fénix-7 cae de mi mano. No lo necesito.
Sé lo que es.
Mi reemplazo.
El ALFA.
El final.
—Mueller me dejó para ti— dice, dando un paso hacia mí. Sus pies no hacen ruido. Nada en él es humano. —Dijo que eras… difícil. Que te aferrabas a algo.
Anya.
El lobo dentro de mí aúlla. Por primera vez en años, le dejo salir. Mis huesos se expanden. Mis músculos se desgarran. Las cicatrices en mi cuerpo arden como si Mueller las estuviera cortando de nuevo.
El Alfa observa. Interesado. Como un científico.
—Fascinante— murmura. —Pero obsoleto. — Se mueve. Demasiado rápido. Demasiado perfecto.
El Alfa se lanzó hacia mí, su cuerpo perfecto moviéndose como un rayo. Demasiado rápido. Pero yo no necesitaba ser más rápido. Solo necesitaba ser más terco.
Su puño impacta mi costado, rompiéndome las costillas con un crujido seco. El dolor explotó como fuego en mis venas, pero no grité. Escupí sangre en su rostro impecable.
—¿Eso es todo?— gruñí, sintiendo mis músculos reformarse, regenerarse, volviéndose más fuertes.
El Alfa parpadeó. Por primera vez, algo parecido a la irritación cruzó sus ojos dorados.
—Patético— dijo, y su voz era un cuchillo de hielo. —Te aferras al dolor como si te diera poder. Solo te hace débil. — Se movió otra vez. Esta vez, lo vi venir. Y le di la bienvenida.
Mis garras se desplegaron, negras como la noche, y lo atrapé por el brazo. Carne rasgándose. Hueso expuesto.
El Alfa no gritó. Sonrió.
—Ahora entiendo— musitó, mirando su herida con curiosidad. —Mueller tenía razón. Eres… diferente. — Me golpeó en el pecho otra vez.
Yo le clavé mis garras en el hombro.
Él me rompió la rodilla.
Yo le hundí los dientes en su antebrazo.
No era una pelea elegante. Era una carnicería.
Golpe por golpe. Herida por herida. La sangre salpicaba el suelo, mezclándose —la mía, negra y espesa; la suya, dorada y brillante. El laboratorio temblaba a nuestro alrededor, las luces parpadeaban como estrellas agonizantes.
El Alfa saltó hacia atrás, su respiración por primera vez, agitada.
—No deberías poder hacer esto— dijo, mirando las marcas de mis garras en su piel.
—No deberías existir — le escupí, sintiendo mi cuerpo quebrado, pero aún en pie.
Hubo un silencio.
Y entonces, algo cambió en sus ojos. Por un segundo, no vi el arma perfecta. Vi algo más. Algo que Mueller no había podido borrar del todo.
—Aleksander…— dijo, y esta vez, su voz no era fría. Era casi humana.
Se llevó una mano al pecho, donde mi garra había dejado una marca profunda.
— ¿Duele?— pregunté, con un gruñido. Él miró su sangre dorada en sus dedos.
—Sí. — Y entonces,El Alfa hizo algo que no esperaba.
Se rió. Un sonido áspero, incómodo, como si nunca antes lo hubiera hecho.
—Quizás Mueller se equivocó— dijo, dando un paso atrás. —Quizás el dolor… no es debilidad.
Sus ojos se posaron en los míos, dorados contra dorados.
—Te buscaré otra vez, Aleksander Solovyev. — Y antes de que pudiera responder, se desvaneció en la oscuridad del laboratorio, como un fantasma.
Solo quedó su voz, flotando en el aire:
—Cuando lo hagas… espero que me muestres más.
Y luego, silencio.
Me quedé ahí, sangrando, roto, pero vivo. El laboratorio seguía en ruinas. Pero yo seguía en pie. Y por primera vez en años… No me sentí solo.