Código Solovyev

Capítulo IX

El laboratorio temblaba a mis espaldas, las llamas devorando los restos de los experimentos de Mueller. El olor a carne quemada y químicos me envolvía, pero esta vez no me ahogaba. Esta vez, yo había prendido el fuego.

El Alfa se había ido, pero sus palabras seguían ahí, clavadas en mi mente como un cuchillo. — Te buscaré otra vez. — Apreté el Fénix-7 en mi mano, las lecturas aún en rojo. No podía dejar que nada de esto saliera de aquí.

—Autodestrucción en 60 segundos— una voz robótica anunció desde los altavoces del laboratorio.

No había tiempo para sentimentalismos. Solo para cenizas.

Corrí hacia la salida, mis huesos aún regenerándose, mi sangre aún hirviendo. Las explosiones comenzaron a mi espalda, una cadena de fuego que devoraba cada rastro de World Exploration. De Mueller. De los Fallidos. Del Alfa.

El humo del laboratorio aún impregnaba mis pulmones cuando me detuve en los túneles. La ciudad ardía sobre mi cabeza, pero no era el fuego lo que me mantenía despierto: era su voz. Te buscaré otra vez.

El Alfa. No un monstruo. No un hombre. Algo en medio. Algo que llevaba mi rostro, pero sin cicatrices, sin cadenas, sin recuerdos. Una máquina vestida de mí.

El lobo dentro de mis costillas no dejaba de gruñir, inquieto, como si en el fondo supiera que aquel encuentro no había sido una batalla, sino un juicio. Un recordatorio de que yo no era el único.

Subí a la superficie. La nieve me recibió con su manto helado, apagando el ardor de mis heridas regeneradas. Miré mis manos: garras medio retraídas, aún manchadas con mi sangre oscura y con la suya, dorada, brillante como un metal líquido.

La froté contra la nieve, pero el resplandor permaneció.

—No eres un dios… —murmuré entre dientes—. Solo un eco maldito.

A lo lejos, los helicópteros de Voronin cruzaban el cielo nocturno. No me acerqué. Él pensaba que me tenía encadenado, pero lo que acababa de ver me había mostrado algo que ni siquiera él podía controlar.

El Alfa no era un error de Mueller. Era su legado.

Y si ese legado se expandía, el mundo no caería bajo los lobos… sino bajo dioses sin alma.

Caminé hacia el norte, donde los mapas del Silo Theta indicaban otra instalación. No era una base científica ni un laboratorio militar. Era peor: un centro de producción.

El Alfa no era único. Era el primero.

Y yo, Aleksander Solovyev, sería el último muro entre ellos y la humanidad.

La nieve me cubría hasta las rodillas mientras dejaba atrás las ruinas del metro. Moscú ardía a mis espaldas, pero mi guerra no estaba en la superficie. La verdadera batalla seguía bajo tierra, donde los secretos de World Exploration aún se arrastraban como gusanos en la oscuridad.

El Alfa. Sus ojos dorados aún me perseguían. No había odio en ellos. Ni siquiera rabia. Solo vacío. Esa era su fortaleza… y su condena. Yo era dolor. Él era ausencia. Y en esa diferencia estaba la única ventaja que me quedaba.

El lobo dentro de mí se agitaba. Lo sentía en cada articulación, queriendo liberar garras, romper huesos, desgarrar carne. Su rugido era un eco constante:

— Eres mío. Déjame salir. Déjame acabar con ellos. — Cerré los ojos y respiré. La imagen de Anya apareció entre la bruma de mis pensamientos, su risa quebrada por la tos. Ese recuerdo era mi cadena, mi faro. —No —susurré—. No serás tú quien decida.

Seguí caminando hasta alcanzar un puesto abandonado de World Exploration en las afueras. El olor a formol aún impregnaba las paredes; cajas con el logo de la compañía estaban apiladas, quemadas a medias. Entre los restos encontré lo que buscaba: mapas. Líneas que conectaban Moscú con Berlín, Singapur, Nueva York. El plan nunca fue local. Siempre fue global.

Los gobiernos eran clientes. Los laboratorios, fábricas. Y yo… yo era el prototipo fallido que habían olvidado enterrar.

El lobo rió en mi mente. Una carcajada ronca, cargada de dientes y hambre.

Fallido… ¿o perfecto? El único que no obedeció. El único que sangra y aún camina. —

Golpeé la mesa con mis garras, partiéndola en dos. La bestia quería convencerme de que yo era su victoria. Pero no. Era mi condena.

—Eres mi arma —le gruñí—. No mi dueño.

El eco de mi voz retumbó en la sala vacía. Por primera vez, el lobo calló.

Abrí los mapas. Había un punto marcado con rojo: Novosibirsk. No era un laboratorio de experimentación, era un centro de producción. Allí, los Alfas no se incubaban: se multiplicaban.

La rabia me atravesó como fuego líquido.

World Exploration no había creado un monstruo. Había creado un ejército.

Cerré el mapa, guardándolo en el chaleco. Afuera, la nieve seguía cayendo, cubriendo las cicatrices de la tierra como si quisiera borrar la historia. Pero yo no olvidaba.

Ni la Cripta. Ni Anya. Ni los ojos dorados del Alfa.

Miré mis manos. Humanas, por ahora.

El lobo respiraba conmigo, sincronizado. No éramos enemigos. Éramos guerra.

Y si World Exploration había creado dioses sin alma… yo sería su demonio.

El último muro. El que no se derrumbaría.

El mapa ardía en mi mano como una herida abierta. Novosibirsk. Un centro de producción. No más jaulas solitarias ni quirófanos improvisados. Esta vez, fábricas de monstruos.

El viento helado me mordía la piel mientras avanzaba hacia un refugio semiderrumbado. Me arrodillé junto a un cadáver de soldado WE, sus implantes aún chisporroteando. Entre sus restos encontré un cargador de energía portátil. Lo conecté al encriptador que Sonya me había entregado. El águila bicéfala se iluminó en azul sobre la nieve.

—Custodio conectado —dijo una voz sintética con acento ruso, el eco programado de Sonya.

Apreté los dientes.

—Conecta con ella.

Un pitido bajo. Luego, estática. Y entonces, su voz real. Rasgada, tensa, pero viva.

—…Aleksander.

El lobo se agitó en mi pecho al oírla. No con odio. Con hambre. Una hambre distinta.




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