Código Solovyev

Capítulo X

La nieve se volvió ceniza antes de que llegara. Novosibirsk no era ciudad, era un cadáver disfrazado. Calles desiertas, ventanas como órbitas vacías, humo emergiendo de los respiraderos subterráneos. El aire olía a hierro oxidado y cloro industrial: no era invierno, era fábrica.

El encriptador vibraba en mi mano. Una señal breve: Romanov online. No hablé. No podía. Los horrores no se describen, se sobreviven.

Me deslicé por una entrada lateral, una grieta en el concreto. El túnel descendía, húmedo y oscuro, cada gota que caía del techo resonaba como una cuenta regresiva. El lobo respiraba conmigo, sincronizado, expectante.

Y entonces los escuché.

No pasos. No voces. Algo peor.

Latidos.

Cientos. Rítmicos. Uniformes.

Al doblar el corredor lo vi: un hangar subterráneo iluminado por lámparas rojas. Filas interminables de cápsulas criogénicas, cada una con un cuerpo flotando en líquido dorado. No clones deformes. No Fallidos. Perfectos. Piel intacta, músculos tensos, ojos cerrados esperando una orden.

El Alfa no era único. Era la semilla.

Me acerqué a una cápsula. El rostro tras el cristal era mío. Sin cicatrices. Sin dolor. Solo un Aleksander que nunca lloró por Anya.

Son ellos o nosotros. Rómpelos. Ahora. — El lobo gruñó con furia.

Mis garras se desplegaron solas, arañando el cristal hasta dejar una marca. El eco metálico del raspón me devolvió a la Cripta: la sierra, las correas, el olor a formol. Quise desgarrar todo, pero entonces el encriptador parpadeó. Sonya. Lo activé, apenas un susurro.

—Lo encontré.

—¿Qué ves? —su voz estaba tensa, como si temiera la respuesta.

—Yo… multiplicado. —Tragué saliva, el sabor metálico llenándome la lengua—. Mueller no creó soldados. Creó reemplazos. Si despiertan, el mundo no tendrá humanos ni lobos. Solo dioses huecos.

Silencio. Luego, un susurro en su tono más humano.

—Aleksander… no salgas sin destruirlo todo. — El lobo aulló en mi pecho, clamando por desatar la carnicería. Por primera vez, no lo callé.

Me interné más en el hangar. En el centro, un tanque mayor, con cables incrustados como venas negras. Dentro no había un cuerpo dormido. Había ojos abiertos. Dorados. Mirándome.

El Alfa. No. Algo peor. El Omega.

Su sonrisa era la mía. Pero sus labios se movieron con la voz de Mueller:

—Bienvenido a casa, Aleksander.

El lobo rugió. Mis huesos crujieron, alargándose. No tuve elección. La oscuridad del hangar se llenó de mi respiración entrecortada y el latido uniforme de cientos de corazones artificiales.

La guerra no era contra World Exploration. Era contra mí mismo, repetido hasta el infinito.

El silencio fue lo primero en romperme. Ese silencio de morgue, apenas roto por el goteo viscoso del líquido dorado en el suelo. El tanque central vibraba, sus cables tensándose como venas hinchadas. El Omega no dormía. Me observaba.

Los ojos dorados eran un espejo distorsionado. No tenían dudas. No tenían recuerdos. Solo hambre.

Un latido reverberó en el hangar.

— BOOM… BOOM… BOOM.

No era mi corazón. Eran los suyos. Cientos. Despertando.

El Omega levantó la palma desde su prisión líquida. El cristal crujió, y todas las cápsulas a su alrededor comenzaron a burbujear. Líquido dorado rebosando, cuerpos tensándose, párpados temblando.

El lobo en mí aulló con furia.

¡Ahora! ¡Rómpelos antes de que respiren! — No tuve tiempo para pensar. Mis garras atravesaron el vidrio de la primera cápsula. El líquido me quemó la piel, pero saqué al Alfa antes de que abriera los ojos. Su cráneo cedió contra el acero del piso. Crujido. Silencio. Uno menos.

Pero los demás no.

Los tanques se partieron como huevos podridos. Los cuerpos emergieron, jadeando, flexionando músculos perfectos. Mi rostro. Mi maldita cara repetida una y otra vez. Cada uno con mis dientes, mis huesos, mis garras.

Y todos hambrientos.

El primero me embistió. Sus garras atravesaron mi hombro. El dolor me arrancó un rugido que sacudió las luces. Lo partí en dos con mis manos, vísceras doradas salpicando mi rostro. La sangre ardía como ácido.

El segundo saltó sobre mi espalda. Sentí sus dientes hundirse en mi cuello. Me lancé de espaldas contra una cápsula intacta, aplastándolo en una explosión de vidrio y líquido. Sus huesos crujieron, pero sus manos seguían arañando. Lo arranqué de un tirón y le rompí la espina con mis dientes.

Los demás rodeaban. Un círculo de Aleksanders perfectos, sin cicatrices, sin dolor, respirando al unísono. Una jauría que no conocía la palabra miedo.

El Omega, aún tras su tanque, habló con mi voz:

—Tú eres el error. Yo soy la perfección.

El lobo respondió por mí, rugiendo desde mi pecho. Mis huesos se alargaron, mi piel se desgarró, la bestia salió, pero no en frenesí: controlada. No era furia ciega. Era propósito.

Los choques fueron crudos. Mi garra desgarrando un torso. Sus dientes arrancando un pedazo de mi hombro. Mi rodilla fracturando su cráneo. Sus manos hundiéndose en mi abdomen, buscando mis entrañas.

La sala se volvió una carnicería de sangre negra y dorada, cuerpos mutilados arrojados contra las paredes, gritos idénticos al mío rebotando en el acero.

Pero ellos no sentían. Yo sí.

El dolor me mantuvo en pie. El dolor era mi armadura. Cada herida me recordaba por qué luchaba.

La voz de Sonya rompió el caos en mi oído, fría, metálica, a través del encriptador.

—Aleksander. ¿Estás vivo? — Escupí un diente dorado que no era mío.

—Más que nunca. — El Omega sonrió tras el cristal roto de su tanque.

—Entonces muéstrame. — El tanque estalló. Y lo vi avanzar hacia mí.

La verdadera batalla apenas comenzaba.

El Omega salió caminando como si el vidrio fuera agua. No sangraba. No jadeaba. Cada movimiento era quirúrgico, frío, perfecto.

Yo respiraba como un animal acorralado, con la sangre negra resbalando de mis costillas abiertas. Los Alfas muertos yacían alrededor, sus cuerpos retorcidos como muñecos quebrados, pero aún había media docena erguida, y detrás de ellos, él.




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