El Omega se movía como una sombra. Sus golpes eran bisturís, precisos, sin desperdicio. El mío era caos controlado, carne y rabia ardiendo a la vez.
Su puño me partió la nariz. Mi garra le arrancó media mandíbula.
Su rodilla quebró mis costillas. Mi colmillo desgarró su garganta.
No gritábamos. Solo rugíamos. Dos ecos del mismo monstruo enfrentados, cada choque un terremoto de huesos fracturándose.
Me lanzó contra una columna. Sentí mi espina crujir como vidrio. El dolor me dejó ciego por un segundo.
— Ya está… ya terminó — susurró el lobo. Pero entonces recordé a Anya, su voz, su tos, el oso de peluche entre sus brazos.
—NO —gruñí, y con el último aliento me lancé sobre él.
Hundí mis garras en su abdomen abierto, atravesando carne regenerada, hueso blando, hasta sentir el calor de su núcleo palpitante. Él me agarró del cuello, sus dedos clavándose hasta casi seccionarme la tráquea.
—Somos el mismo… —dijo, con la sangre dorada burbujeando en su boca rota.
—No. Yo soy el que recuerda. — Y con un rugido que me desgarró la garganta, le arranqué el corazón dorado.
El Omega me sostuvo la mirada un instante más. No hubo odio. No hubo miedo. Solo vacío. Cayó de rodillas, y luego al suelo, donde su cuerpo comenzó a arder como metal incandescente, derritiéndose en un charco dorado que se apagó con un siseo.
Me desplomé a su lado. Mi pecho estaba abierto, mis pulmones colapsados, mi sangre negra mezclada con la suya dorada. Apenas respiraba. Apenas veía.
El encriptador parpadeó en mi cinturón. La voz de Sonya retumbó en mi oído, metálica, urgente.
—¡Aleksander! ¡Responde!
Escupí sangre en el suelo.
—Vivo… por ahora.
Me arrastré entre los cuerpos destrozados de los Alfas, cada movimiento una tortura. El hangar estaba en ruinas, el humo de los tanques rotos impregnaba el aire. El olor era insoportable: cloro, sangre, metal quemado.
Tropecé con un escritorio metálico. Encima, medio chamuscado, había un mapa digital aún encendido. Mis dedos temblorosos lo encendieron.
Círculos rojos, brillando como heridas abiertas. Berlín. Singapur. Nueva York.
Diez puntos en total. Diez incubadoras.
El Omega no era único. Ni siquiera el Alfa lo fue. Era una cadena. Una producción en serie.
El mapa parpadeó y apareció un mensaje cifrado en la pantalla:
Fase 2 : Activación Global. Custodio, tu guerra apenas comienza.
Caí de rodillas, jadeando, con la sangre cayendo en charcos espesos bajo mí.
—Anya… —susurré, sintiendo el mundo apagarse alrededor—. Perdóname…
Pero el lobo en mi pecho no me dejó caer. Rugió conmigo, sosteniéndome en pie, aunque fuera por un hilo.
Había vencido al Omega. Pero el verdadero ejército aún dormía.
La sala era un cementerio. Cuerpos destrozados, sangre negra y dorada formando un río espeso bajo mis botas. El humo de los tanques calcinados me llenaba los pulmones como ceniza.
Apenas podía mantenerme en pie. Cada paso era un desgarro. Mis costillas parecían dagas enterradas en mis pulmones. El lobo aullaba en mi pecho, furioso.
— Déjame tomar el control. Déjame sostenerte. O mueres aquí.
— Si muero… moriré como hombre —susurré con la boca llena de sangre.
Me dejé caer contra la pared. El encriptador colgaba de mi cinturón, su luz azul parpadeando como un faro moribundo. El pitido insistente era la voz de Sonya buscándome.
Lo activé con un movimiento tembloroso.
—Romanov… estoy en el infierno. — Estática. Luego, su voz firme, rasgada por la urgencia.
—Mantente despierto, Aleksander. Ya vamos.
Reí con un sonido roto.
—Trae flores. Este lugar apesta a tumba.
La estática regresó. El encriptador chisporroteó y se apagó. Yo me quedé solo otra vez, entre cadáveres que llevaban mi rostro.
No sabía cuánto tiempo había pasado hasta escuchar el zumbido. Helicópteros. Motores amortiguados. Sombras moviéndose entre el humo.
—¡Aquí! —Una voz masculina, distante.
Gritos en ruso. Botas contra metal. Pasos acercándose. Y entonces, entre la bruma, los ojos azules que me atravesaron como dagas.
Sonya. Se arrodilló frente a mí, su respiración rápida, su uniforme empapado de nieve y sudor. Me sujetó la mandíbula con fuerza.
—Maldito seas, Lobo. —Su voz tembló por un segundo, pero no se lo mostró a los demás. — Te dije que salieras vivo.
Intenté sonreír. Solo escupí sangre en su guante.
—Omega… muerto… pero no era el único.
Detrás de ella, soldados de élite se desplegaron, revisando pasillos, apuntando con rifles a cualquier sombra. El hedor de la carnicería los hizo retroceder, cubriéndose la boca.
Sonya me acomodó contra ella, sus brazos fuertes a pesar de su cuerpo delgado. Sentí su calor, un contraste violento contra la frialdad de la sangre que me cubría.
—Resiste. —Me ordenó más que me rogó—. No te atrevas a morir aquí.
El lobo gruñó en mi interior, burlón. — Ella no entiende. Tú ya estás muerto. — Apreté los dientes y la miré a los ojos, con toda la furia que me quedaba.
—Cállate… — Ella frunció el ceño.
—¿Qué?
—No a ti… —tosí, sintiendo algo romperse más dentro de mí—. A él.
Mis párpados pesaban. El mundo se volvía un túnel oscuro. Solo el eco del helicóptero llenaba mis oídos. Sonya me apretó la mano con fuerza, como si pudiera sujetarme a la vida.
—Vamos a sacarte de aquí, Aleksander. Aunque tenga que arrancarte del mismo infierno.
Me subieron en una camilla improvisada. La luz roja de las bengalas bañaba el hangar destruido, iluminando los cuerpos mutilados de mis copias. Yo, repetido mil veces, reducido a cadáveres.
Cuando el helicóptero despegó, vi por última vez el mapa brillando en la mesa destrozada. Esos puntos rojos. Esa condena global.
Intenté hablar, pero la oscuridad me arrastró antes de terminar la frase.
Solo alcancé a pensar en una cosa: La batalla había terminado. La guerra apenas comenzaba.