Código Solovyev

Capítulo XII

El helicóptero descendió en Moscú en mitad de la noche, lejos de las luces de la ciudad. No aterrizamos en una base oficial. No había banderas, ni uniformes marcados con insignias del Estado. Solo un hangar abandonado, custodiado por hombres sin nombres, vestidos de negro.

Sonya no confiaba en nadie.

Ni en el ejército.

Ni en el gobierno.

Ni siquiera en los suyos.

La bajada me desgarró. Cada vibración del helicóptero me recordaba las costillas rotas, la mandíbula astillada, la sangre espesa en mis pulmones. Cuando las puertas se abrieron, el aire frío me golpeó como cuchillas.

Me sacaron en camilla. Yo apenas respiraba. No por falta de aire. Por miedo a que, si inhalaba demasiado profundo, el lobo se desatara.

Dentro del hangar había un corredor improvisado, iluminado con lámparas de emergencia. El olor a hierro y desinfectante se mezclaba con algo más: miedo humano. Los hombres de Sonya me miraban como si fuera una bomba a punto de estallar.

Ella iba al frente, pasos firmes, sin mirar atrás. Cuando llegamos a una sala aislada,.

—Fuera. Todos. — ordenó con voz de mando. Los soldados dudaron. Yo gruñí, apenas un hilo de voz.

—Hacedle caso. O los mato antes de que parpadeen.

El cuarto quedó vacío. Solo Sonya y yo. Ella no se inmutó. No parecía temerme. Ni siquiera cuando mis garras asomaron por reflejo, intentando escapar.

—Si me hubieras querido muerta, Aleksander, lo habrías hecho en el helicóptero.

Me dejó en una camilla metálica. El contacto del acero helado contra mi piel abierta me arrancó un gruñido bajo.

—No soy médico —dijo, preparando pinzas, vendas, sueros improvisados—. Pero tampoco eres humano. Así que vamos a hacer esto a mi manera. — Me sostuvo la mandíbula y me obligó a mirarla. —¿Entendido? — Asentí, con los dientes apretados.

El procedimiento fue brutal. Abrió heridas para drenar la sangre negra coagulada. Cosió músculos desgarrados como si fueran cuerdas viejas. Me clavó inyecciones que ardieron como fuego líquido. Yo gruñía, me arqueaba, pero no la detuve.

El lobo se retorcía dentro, hambriento, queriendo desgarrarla por cada aguja, por cada corte.

— Déjala sangrar. Con su carne sanarás más rápido.

Yo le respondía con un rugido sordo:

—Cállate. — Sonya alzó una ceja.

—¿Hablando con él otra vez?

—Siempre. —Respiré hondo, tragando sangre—. Nunca calla.

—Entonces mantenlo a raya. Porque lo necesito a ti. No a él.

Guardamos silencio mientras ella trabajaba. Cada punto de sutura era un recordatorio de que aún seguía vivo. Cada vendaje, una cadena contra el olvido.

Cuando terminó, se apoyó en la mesa, respirando hondo. Sus manos temblaban apenas, pero sus ojos seguían firmes.

—Sobreviviste al Omega. —Dijo, sin rastro de admiración, solo como una constatación—. Eso te convierte en algo más que un monstruo.

Reí con la garganta seca.

—O en el monstruo definitivo.

Ella se inclinó hacia mí, sin apartar la mirada.

—No me importa qué seas, Aleksander. Mientras destroces a World Exploration, somos aliados.

La palabra quedó suspendida en el aire. Aliados. Como si fuera tan simple.

Aliados… hasta que ella decida apuñalarte. — El lobo se carcajeó en mi interior. Yo lo ignoré. Por primera vez en mucho tiempo, decidí creer en algo.

—Aliados, entonces. —Gruñí.

Ella asintió, satisfecha, y encendió el encriptador sobre la mesa. El mapa apareció otra vez: los diez puntos rojos, extendidos como heridas sobre el planeta.

—Omega era solo el principio —dijo Sonya, con voz baja y firme—. Si no destruimos estas incubadoras, el mundo entero será reemplazado.

Miré los puntos. Sentí mis cicatrices arder.

—Entonces iremos tras ellos. Uno por uno.

Ella sonrió por primera vez. No de burla. No de ironía. Una sonrisa rota, cansada, pero real.

—Bienvenido a la guerra, Lobo.

Las noches en Moscú ya no eran como las recordaba. No había música en los bares, ni risas en los callejones. Solo pasos rápidos, miradas torcidas, y esa sensación constante de que la ciudad misma te vigilaba.

Sonya me había sacado del hangar dos noches después de suturarme. Todavía olía a hierro, mis costillas gritaban con cada movimiento, pero ella no me dio descanso.

—Si puedes caminar, puedes matar —dijo, entregándome una chaqueta oscura y un cuchillo táctico.

La misión no era frontal. No aún. Una de las “ratas” de World Exploration —como ella las llamaba— había encendido un nodo de comunicaciones clandestino en Moscú, transmitiendo información a las incubadoras internacionales. Si lo rastreábamos, obtendríamos las coordenadas precisas de la siguiente instalación activa.

Yo iba adelante, oliendo el aire. El humo de gasolina y nieve sucia me llenaba la nariz, pero debajo… estaba el otro olor. El artificial. Ese hedor metálico y agrio de los cuerpos modificados.

—Cuatro —dije en voz baja, mientras bajábamos por un túnel del metro abandonado.

Sonya, detrás de mí, ajustó su rifle.

—Mis fuentes dijeron tres.

—Tus fuentes mienten. —Mostré los dientes.

Ella no discutió. Solo apuntó hacia la derecha.

—Yo cubro el flanco. Tú entras primero.

Me gustaba cómo lo decía. No como una orden. Como una certeza.

El túnel estaba iluminado apenas por lámparas de neón colgando, parpadeando. El olor era más fuerte. Me acerqué a una puerta oxidada. Oía respiraciones dentro. No humanas. Rítmicas. Uniformes.

Abrí sin esperar.

Los vi: cuatro agentes de WE, cables saliendo de sus cráneos, ojos blancos iluminados. Humanos modificados, ni soldados ni bestias. Algo entre ambos.

Uno giró hacia mí, abriendo la boca en un grito distorsionado. No le di tiempo. Mi garra atravesó su pecho, y lo estampé contra la pared. Su sangre burbujeó en mis dedos como ácido.

Los otros tres reaccionaron. Uno disparó con un fusil de energía improvisado; la descarga me arrancó un pedazo de piel del hombro. Rugí y me lancé sobre él, arrancándole el brazo entero de cuajo.




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