Código Solovyev

Capítulo XIII

La planta de energía de Oktyabrskaya se alzaba como un gigante dormido. Torres oxidadas, tuberías rezumando vapor, luces amarillentas parpadeando como faros enfermos. Desde afuera parecía ruina. Desde adentro… sabíamos que era otra cosa.

Sonya me guió por un túnel de servicio, el aire cargado de moho y electricidad quemada. El ruido de las turbinas era un latido constante, grave, como el corazón de un monstruo mecánico.

—Hay actividad bajo el nivel dos —susurró ella, mirando un detector portátil—. Demasiada energía desviada.

Yo ya lo sabía. El olor metálico, esa peste agria de carne artificial, me llenaba las fosas nasales. Era más fuerte que en el metro. Más reciente.

—No son ratas… —gruñí, con la garra asomando—. Son crías. — Sonya me miró de reojo.

—Entonces quememos la madriguera.

Avanzamos hasta una compuerta industrial. Sus bisagras estaban cubiertas de óxido, pero no se abrió con palanca ni tarjeta. Un escáner ocular esperaba en el costado. Uno de los guardias muertos de la entrada tenía aún un ojo intacto. Se lo arranqué sin miramientos y lo encajé en el sensor. La compuerta se abrió con un zumbido viscoso.

El hedor me golpeó de frente.

Un pasillo largo, paredes de concreto cubiertas con tuberías rezumando líquido dorado. Más adelante, una sala iluminada con lámparas quirúrgicas. Y en el centro, lo que parecía un enjambre de incubadoras menores: cápsulas verticales, más pequeñas que las de Novosibirsk, conectadas en filas, como colmenas. Dentro, cuerpos en formación: torsos desnudos, piel traslúcida, venas brillando como cables.

—Dios… —murmuró Sonya, aunque su voz era de rabia, no de fe.

Yo gruñí, sintiendo el lobo aullar en mi pecho.

—Aquí fabrican reemplazos como ganado.

Una sirena chirrió.

Luces rojas bañaron las paredes.

Los “custodios” despertaron.

De las sombras surgieron figuras metálicas, mitad carne, mitad máquina. Sus rostros estaban cubiertos por placas de hierro soldado, brazos reemplazados por sierras y lanzas neumáticas. Los guardianes de nido. No clones perfectos. Experimentos fallidos… diseñados solo para matar.

Uno cargó primero, sierra girando con un chillido agudo. Lo recibí con mi garra atravesándole el pecho, pero no se detuvo. Su mandíbula metálica trató de morderme el rostro hasta que le arranqué la cabeza de cuajo.

El segundo embistió a Sonya. Ella rodó, disparando dos veces. Las balas rebotaron contra la placa torácica, pero lograron desestabilizarlo. Yo lo derribé con un zarpazo que le partió la espina.

—¡A la consola! —rugí—. Cierra el nido antes de que despierten todos.

Sonya corrió hacia la terminal central, sus dedos volando entre teclas. Yo cubría su espalda. Tres guardianes más cayeron sobre mí, todos con ese olor a óxido y carne podrida. Me rodearon. Una sierra me abrió el costado, otra clavó su lanza en mi pierna.

El dolor me arrancó un rugido que estremeció la sala. El lobo tomó fuerza, empujando más allá del límite. Sentí mis huesos estirarse, mis músculos desgarrarse. Con un giro brutal, los partí en pedazos. La sangre negra y dorada bañó las incubadoras, manchando los cuerpos aún dormidos.

Detrás, la voz de Sonya sonó firme:

—¡Sistema de autodestrucción activado! Tenemos tres minutos.

El suelo tembló. Tubos comenzaron a soltar vapor, las cápsulas chorreaban líquido dorado. Algunos cuerpos dentro se agitaban, abriendo los ojos.

No había tiempo.

—¡Corre, Romanov! —rugí.

Ella salió primero, yo detrás, cojeando, con la sangre cayendo a borbotones de mi pierna. El corredor se llenaba de humo y alarmas. Los gritos de los cuerpos despertando me seguían, como un coro maldito.

Al llegar al exterior, el aire frío me golpeó como un cuchillo. Detrás, la planta rugió. Un estallido sacudió la tierra, columnas de fuego devorando el cielo de Moscú.

Me desplomé en la nieve, jadeando, con el cuerpo ardiendo en mil heridas. Sonya cayó de rodillas a mi lado, respirando con dificultad, el rostro cubierto de hollín.

—Eso fue solo un nido… —dijo, con los ojos fijos en las llamas—. Imagínate las otras nueve.

Escupí sangre en la nieve, sonriendo con los colmillos manchados.

—Entonces… será una cacería larga.

Ella me miró, y por primera vez, no vi lástima ni miedo en sus ojos. Solo la misma furia que ardía en mí.

La nieve estaba teñida de negro bajo mí. Cada gota que caía de mi abdomen abierto se evaporaba en el frío, como humo. No podía mover la pierna derecha. Cada respiración era un cuchillo que me partía los pulmones.

Sonya estaba a mi lado, presionando mi costado con un vendaje improvisado. Su voz era firme, pero noté el temblor en sus manos.

—Si no cerramos esto pronto, vas a desangrarte.

Yo gruñí, con la mandíbula apretada.

—No… tenemos… tiempo. — Ella frunció el ceño.

—Necesitas días, Aleksander. Quizá semanas.

Días no tenemos. Pero yo sí puedo darte minutos. — El lobo dentro de mí carcajeó, profundo, gutural.

Cerré los ojos, sintiendo el calor oscuro recorrerme como lava.

—Hay… otra forma. —Las palabras me costaban como si cada una me arrancara un pedazo de piel—. Pero no te va a gustar.

—¿Qué forma? —preguntó Sonya, sin apartar sus manos de mis heridas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.