Código Solovyev

Capítulo XIV

El frío de Moscú mordía mi piel, pero el fuego en mis venas era peor. El lobo aún rugía dentro, satisfecho de haber probado libertad aunque fuese por minutos. Yo lo había dejado salir, y eso nunca se olvidaba.

Sonya caminaba delante de mí, el rifle cruzado en la espalda, la chaqueta manchada de hollín y sangre ajena. Podía oler su tensión. No miedo, no del todo… más bien cautela. Como alguien que acaricia a un perro rabioso sin saber si morderá de nuevo.

Cuando llegamos al hangar improvisado, me senté sobre una caja metálica. Ella no habló al principio. Encendió el encriptador y dejó que las luces azules bañaran la mesa entre nosotros. El mapa apareció otra vez: los puntos rojos parpadeando como heridas abiertas.

El silencio era más pesado que el humo de la planta aún ardiendo en la distancia.

—Lo viste —dije, rompiéndolo. Mi voz era un gruñido bajo—. Lo que soy.

Ella no levantó la vista del mapa.

—Lo que eres… o lo que cargas.

—No hay diferencia. —Mostré mis manos, aún manchadas, aún con las garras asomando y retrayéndose solas—. No soy un hombre. No soy un soldado. Soy la bestia que construyeron.

Al fin levantó la mirada. Sus ojos eran fríos, pero firmes.

—Eres ambas cosas, Aleksander. Y esa es la diferencia.

— Miente. Ella teme. Y bien hace. — El lobo rió en mi pecho, burlón.

Me incliné hacia adelante, con los dientes apretados.

—Podría matarte en un parpadeo. — Ella no pestañeó.

—Pero no lo hiciste. — Ese fue el golpe que dolió más que cualquiera de sus suturas.

Nos quedamos mirándonos, dos sombras enfrentadas en una mesa iluminada por la condena del mapa. Al final, Sonya volvió la vista hacia los puntos.

—El siguiente es Berlín. —Su dedo recorrió el holograma—. Hay una instalación oculta bajo el distrito industrial, camuflada como una planta farmacéutica.

Me reí, seco.

—Farmacéutica. Qué poético. Fabrican monstruos y venden medicinas.

Ella apagó el encriptador y lo guardó en su chaqueta.

—Esta vez no podemos arrasar todo el lugar. Berlín no es Moscú. La ciudad está llena de ojos. Si explotamos una planta en el corazón de Europa, medio mundo va a saberlo.

—Entonces entramos y lo rompemos desde adentro. —Gruñí—. Silencioso. Brutal.

Ella asintió, aunque sus ojos se clavaron en mí una vez más, como si midiera la bestia que llevaba dentro.

—Puedo confiar en ti… ¿o en él?

Me levanté despacio. Mis huesos tronaron. Mis músculos ardían con la cicatrización reciente.

—Confía en que los dos quieren lo mismo: destruirlos.

El viento helado silbaba contra el metal del hangar. Afuera, Moscú parecía dormida, pero yo sabía que el enemigo estaba despierto, moviendo sus piezas.

Miré una vez más el mapa en mi memoria: los puntos rojos, extendidos como úlceras sobre el planeta.

La guerra no iba a esperar.

Y yo tampoco.

Los motores del avión zumbaban como un animal encadenado. No era un vuelo comercial, aunque parecía uno. Una nave civil camuflada, sin distintivos, pilotada por hombres que no llevaban insignias.

Yo estaba en la última fila, con la capucha baja y las manos enguantadas. El olor a combustible, metal y sudor humano me resultaba insoportable. Demasiados cuerpos cerca. Demasiadas respiraciones. El lobo no entendía de misiones ni de camuflaje: veía presas por todas partes.

Sonya estaba dos asientos adelante, de perfil, revisando documentos falsos. Pasaporte alemán, credenciales de seguridad, todo lo necesario para que en Berlín no la vieran como la sombra de lo que era: la hija del difunto presidente ruso, la que movía los hilos desde la oscuridad.

De vez en cuando, sus ojos azules se giraban hacia mí. No era vigilancia. Era cálculo. Como si midiera cuánto tiempo podría mantenerme humano en un enjambre de inocentes.

Yo cerré los ojos, respirando hondo. El murmullo del lobo era constante:

— Tan fácil sería. Una presión en el asiento de al lado. Un desgarro en la garganta de ese hombre dormido. Una marea de sangre antes de aterrizar. — Apreté los dientes.

—Cállate.

El soldado encubierto que viajaba frente a mí se giró, confundido.

—¿Qué?

—Nada —gruñí.

El avión descendió sobre Berlín al amanecer. Desde la ventanilla vi las calles, las luces, el tránsito. Una ciudad despierta, ignorante de que bajo sus cimientos había incubadoras listas para reemplazarla con carne fabricada.

Al salir, el aire alemán me golpeó con olores nuevos: pan recién horneado, humo de autos, perfumes caros. Pero debajo… estaba ahí. Ese tufo químico, agrio, imposible de ocultar. El olor de World Exploration.

Nos movimos en silencio hacia un vehículo negro estacionado en la zona privada. Sonya conducía. Yo iba de copiloto, encogido en el asiento, las uñas clavándose en el cuero. La ciudad estaba demasiado viva. Y yo, demasiado muerto para pertenecerle.

—No te gustan las multitudes —dijo ella sin mirarme, con las manos firmes en el volante.

—La multitud huele a carne. Carne que no debo tocar.

—Entonces no la toques.

—Es fácil decirlo. — Sonrió apenas, de esa forma que nunca sabía si era ironía o desafío.

—Esa es la diferencia entre tú y ellos, Aleksander. Ellos se lanzan al hambre. Tú peleas contra ella.

Me quedé en silencio. La lucha era constante. Y aunque ella no lo decía, lo veía en sus ojos: temía que un día perdiera.

Llegamos a un apartamento seguro en las afueras del distrito industrial. Era un piso pequeño, anónimo. Allí desplegamos mapas, planos de la planta farmacéutica. Tenía doce pisos visibles… y otros tres ocultos bajo tierra.

Sonya señaló un punto en los subniveles.

—Aquí es donde canalizan la energía. Demasiado consumo para ser un laboratorio normal. Eso es incubadora.

Yo gruñí, recorriendo el plano con la mirada.

—Entramos por las cloacas. Sin alarmas. Silenciosos hasta llegar abajo.




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