Código Solovyev

Capítulo XV

Afuera se escuchaba la ciudad viva: coches, voces, el murmullo de un mundo que no tenía idea de lo que dormía bajo sus pies.

Yo estaba sentado en el suelo, sin camisa, limpiando la sangre seca de mis manos. El espejo agrietado en la pared me devolvía una imagen que apenas reconocía: piel marcada, ojos hundidos, garras que aparecían y se retraían como si tuvieran voluntad propia. No sé en qué momento estrelle mi puño contra el.

Sonya estaba en la mesa, revisando las armas. Su concentración era quirúrgica, pero yo podía sentir cómo me observaba entre movimientos. No miedo. Algo distinto.

—No has descansado —dijo al fin.

—El lobo no duerme. Yo tampoco.

—Si no controlas eso, no llegaremos ni al primer nivel.

Reí bajo, un gruñido más que una risa.

—¿Controlar? Ya viste lo que pasa cuando lo libero. Sané en minutos. Si quieres resultados, Romanov, tendrás que soportar al monstruo.

Ella alzó la vista. Sus ojos azules eran hielo y fuego al mismo tiempo.

—No necesito a la bestia. Te necesito a ti.

Me quedé callado. El lobo rió en mi pecho, burlón. — Mírala. Cree que puede usar al hombre sin despertar al animal. — Yo me incliné hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas.

—No entiendes, Sonya. No hay diferencia. Si quieres al guerrero, cargas con el lobo. Si quieres al lobo… el guerrero muere.

Nos quedamos en silencio. Afuera, Berlín rugía con vida. Dentro, todo era tensión y cicatrices.

Finalmente, ella recogió los planos y los guardó en la chaqueta.

—Nos vamos en diez minutos.

Las cloacas de Berlín eran un laberinto húmedo, oscuridad y ecos. El olor a óxido y podredumbre humana se mezclaba con algo peor: el tufo metálico que ya conocía demasiado bien. Carne fabricada. Sangre artificial.

Caminábamos en silencio, el agua sucia cubriéndonos las botas. Sonya iba detrás, rifle preparado. Yo iba adelante, oliendo, rastreando. El lobo me guiaba mejor que cualquier mapa.

Encontramos la entrada al subsuelo de la planta farmacéutica: una compuerta blindada, oculta tras válvulas oxidadas. La cerradura era electrónica. Sonya la hackeaba, sus dedos rápidos sobre el encriptador.

Yo escuchaba. Respiraciones al otro lado. Lentas. Uniformes. No eran humanos normales.

La puerta se abrió con un chasquido.

El pasillo iluminado por luces frías reveló a los primeros guardianes: dos figuras delgadas, piel pálida y venas brillantes, con ojos de cristal azul. Sus movimientos eran mecánicos, como marionetas.

Me vieron. Gruñí. Ellos cargaron.

El primero recibió mi garra en la garganta, su cabeza desprendiéndose en un chorro de sangre luminosa. El segundo casi me atraviesa con un bisturí quirúrgico incrustado en su brazo, pero Sonya disparó, el impacto lo lanzó contra la pared en un estallido de vísceras.

Seguimos avanzando. El corredor descendía en espiral. Cuanto más bajábamos, más fuerte era el hedor químico. Y más fuerte el rugido del lobo dentro de mí.

Llegamos al nivel inferior. Y allí estaban.

No era un simple laboratorio. Era una fábrica. Filas de cápsulas alineadas, cientos, como colmenas brillando en azul. Dentro, cuerpos suspendidos, a medio formar. Algunos movían los dedos. Otros abrían los ojos y nos seguían con la mirada.

—Dios santo… —murmuró Sonya.

Yo gruñí, con las garras extendidas.

— Son reemplazos. Carne de catálogo.

Una alarma se activó.

El techo retumbó.

Los guardianes salieron de las sombras.

No eran simples humanos modificados. Eran jaurías. Decenas, con extremidades convertidas en cuchillas, bocas desfiguradas en mandíbulas metálicas, ojos de vidrio sin alma.

Corrían hacia nosotros como una ola.

El lobo rugió en mi pecho.

Ahora, Aleksander. Déjame cazar. — Miré a Sonya. Ella ya apuntaba, el rostro frío, decidido.

—¿Listo? —preguntó. Sonreí con los colmillos.

—Nunca. — Y entonces el infierno nos tragó.

Eran carne manufacturada, armas vivientes. No hombres. No lobos. Solo errores con hambre de sangre.

El primero me embistió con tanta fuerza que me lanzó contra la pared. Sus cuchillas se hundieron en mi hombro. Rugí, le arranqué el brazo de un mordisco y lo partí en dos con las garras. La sangre azulada me salpicó la cara, ardiendo como ácido en mi piel.

El segundo intentó abrirme en canal. Sonya lo derribó de un disparo en la cabeza. Pero por cada uno que caía, dos más aparecían.

—¡Avanza, Aleksander! —gritó Sonya desde atrás, descargando ráfagas.

Pero yo ya no avanzaba. Yo devoraba.

El lobo tomó mi cuerpo como una tormenta. Mis músculos se desgarraron y volvieron a formarse, mis huesos crujieron, mi piel se abrió dejando escapar vapor oscuro. Rugí, y el eco hizo temblar el acero.

Me lancé contra ellos con la brutalidad de la bestia. Un zarpazo arrancó tres torsos de un solo movimiento. Un mordisco quebró una espina dorsal como si fuera madera. La sangre artificial empapaba el suelo, y mis garras resbalaban entre vísceras y huesos.

Uno saltó sobre mí, clavándome sus cuchillas en el pecho. Yo lo abracé, lo apreté hasta escucharlo estallar entre mis brazos. Otro intentó huir, lo alcancé con la garra y lo arrastré de vuelta, destrozándolo contra el suelo una y otra vez hasta que quedó en pedazos.

El horror era absoluto. Era un coro de gritos distorsionados, carne rota y metal oxidado chocando contra el concreto. La sangre artificial chisporroteaba, iluminando la sala como fuego líquido.

Yo no era Aleksander.

Yo no era humano.

Yo era el lobo desatado.

Sonya me observaba mientras disparaba, retrocediendo apenas para cubrir los flancos. Sus ojos no mostraban miedo… pero sí algo más. Un reconocimiento. Un recordatorio de que el monstruo que desataba podía destruir tanto a los enemigos como a ella.

Uno de los guardianes más grandes —casi dos metros y medio de músculo y acero— me embistió. Su mandíbula de hierro se cerró en mi brazo. Sentí los huesos crujir. Rugí y con la otra garra le arranqué la cabeza entera, lanzándola contra la fila de cápsulas. El cristal explotó.




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