El aire estaba espeso, cargado con el hedor metálico de la sangre artificial y los restos humeantes de los cuerpos que acababa de destrozar. Cada paso que daba aplastaba vísceras, como si caminara sobre barro caliente.
Sonya no dijo nada. Se limitó a acercarse a la consola central, cubierta de cables y pantallas bañadas en la luz azul del sistema. Sus dedos comenzaron a volar sobre el teclado, y pronto las proyecciones llenaron la sala.
Yo me mantuve de pie detrás de ella, aún jadeando, con el lobo rugiendo en mi interior, exigiendo más sangre.
En la pantalla aparecieron archivos con nombres codificados. Imágenes. Esquemas. Y entonces lo vimos: cuerpos más grandes, más estables, más perfectos. No eran bestias deformes ni errores grotescos. Eran soldados diseñados, simétricos, con músculos tallados y huesos reforzados con acero.
—Son… versiones avanzadas —susurró Sonya, con el rostro endurecido—. No copias. Prototipos.
Un archivo se abrió solo, como si el sistema supiera que lo estábamos viendo. Una palabra lo encabezaba en rojo:
Proyecto: HYDRA
Las imágenes mostraban híbridos con múltiples adaptaciones: extremidades regenerativas, corazones dobles, piel que parecía absorber impactos de bala. Uno de ellos levantaba un tanque con las manos desnudas en una prueba registrada. Otro sobrevivía a un lanzallamas, su carne derritiéndose y regenerandose en segundos.
Mi respiración se volvió un gruñido.
—Si liberan eso… no habrá ejército que los detenga. — Sonya asintió, los dedos apretando el encriptador contra la terminal.
—Entonces no podemos dejar nada en pie.
Activó la secuencia de autodestrucción. Alarmas estallaron de inmediato, bañando la sala en luces rojas. Una voz metálica comenzó a repetir en alemán:
“Evacuación inmediata. Autodestrucción en diez minutos.”
No hubo tiempo de celebrar. Arriba, en los túneles, escuché el ruido de motores. Tropas. Humanos. El ejército alemán movilizado.
—Ya vienen —murmuré, oliendo la pólvora y la gasolina—. Son cientos.
Sonya guardó el encriptador, dándose la vuelta hacia mí.
—Necesitamos salir ahora.
El lobo se agitó en mi pecho. Yo sabía lo que pedía.
— Déjame correr. Déjame sacarla. Déjame ser lo que eres de verdad. — Miré a Sonya. Ella no tenía miedo en los ojos, solo decisión.
—Hazlo —dijo.
El rugido que solté estremeció la sala entera. Mis huesos se quebraron, mis músculos se hincharon, la piel se abrió dejando salir la bestia completa. El mundo se volvió rojo.
La tomé en brazos con brutalidad, como si fuese un peso sin resistencia. Y corrí.
El suelo temblaba bajo mis pasos. Las paredes se difuminaban en un túnel de luces rojas y alarmas. Guardianes rezagados intentaron detenerme; los destrocé sin mirar atrás. Sus cuerpos quedaron hechos jirones contra las paredes.
Más arriba, las tropas alemanas ya bajaban. Escuché sus gritos, los disparos. Vi el fogonazo de ametralladoras. No me detuve. Salté sobre ellos con Sonya aferrada a mi cuello. Clavé mis garras en el acero, trepando como una bestia desatada. Bala tras bala se incrustaba en mi piel, pero la carne ardía y se cerraba de inmediato.
Sonya disparaba sobre mi hombro, cubriéndonos. Yo solo corría, rugiendo, destrozando, apartando hombres como muñecos de trapo. La sangre llenaba el aire, mezclándose con el humo y el eco de las alarmas.
Finalmente emergimos a la superficie. El aire frío de Berlín me golpeó como un martillazo. No me detuve. Crucé el terreno abierto mientras la planta detrás de nosotros comenzaba a rugir con un estruendo sordo.
Saltamos una última valla de seguridad. Y entonces, el cielo ardió.
La planta explotó en una columna de fuego que iluminó media ciudad. El suelo tembló. Los edificios cercanos vibraron con el impacto. Yo caí de rodillas, aún transformado, con Sonya entre mis brazos.
El lobo rugía victorioso en mi interior, pero yo sentí otra cosa: el peso del mundo cayendo sobre nosotros.
Sonya, jadeando, me miró a los ojos.
—Esto apenas empieza.
Yo gruñí, dejando escapar vapor de mis fauces ensangrentadas.
—Entonces sigamos corriendo hasta que no quede nada de ellos.
El fuego aún ardía a nuestras espaldas cuando nos mezclamos con la ciudad. La planta farmacéutica había desaparecido en una explosión que nadie podía ignorar, pero Berlín seguía viva, rugiendo, como si se negara a aceptar que un monstruo había despertado bajo sus calles.
Me movía con la capucha baja, aún con la piel cubierta de sangre seca. El lobo rugía en mi interior, excitado por la matanza, pidiendo más. Cada rostro que pasaba a mi lado en las calles —un policía, un civil, un niño— era un recordatorio de lo fácil que sería dejarlo suelto otra vez.
— Rompe su silencio, Aleksander. Una ciudad entera de presas… una sola mordida para empezar. — Apreté los dientes, apretando los puños hasta que mis garras rasgaron la tela de los guantes.
Sonya caminaba a mi lado, con paso firme, aunque cada músculo en su cuerpo gritaba tensión. Había escondido su rifle en un maletín y ahora parecía otra mujer: traje oscuro, gafas de sol, cabello recogido. Una ejecutiva más en medio de la muchedumbre.
—No te detengas —murmuró sin mirarme—. La ciudad está cubierta de ojos.
—La siento… —gruñí, con la voz rota por el esfuerzo de contenerme—. Helicópteros, patrullas, soldados… todos me huelen.
Ella giró apenas el rostro, sin romper el paso.
—No a ti. Al desastre. Eso es lo que cubren. El incendio es la cortina. Nosotros… somos humo entre las llamas.
Avanzamos hasta un callejón donde un vehículo nos esperaba: un sedán negro, demasiado discreto para llamar la atención. Dentro, un hombre trajeado nos abrió la puerta trasera sin decir palabra. Su rostro era pálido, nervioso. Uno de los contactos de Sonya.
—¿Quién es este? —gruñí.
—Uno de los que aún recuerdan a mi padre con respeto —respondió Sonya, entrando primero—. Y a mí con miedo.