El avión descendió en silencio sobre un aeródromo olvidado, rodeado de colinas y de un bosque tan denso que parecía tragar la luz. No había luces de bienvenida, ni torres de control, ni civiles curiosos. Solo silencio. Un silencio demasiado calculado.
El mapa proyectado por el encriptador había marcado el siguiente punto con un destello más intenso que el resto. Había algo en esa señal que no se parecía a Moscú ni a Berlín. Algo más oscuro.
Sonya apagó el dispositivo apenas aterrizamos. Me miró con esa calma fría que usaba para ocultar su propia ansiedad.
—Hungría. Afuera de Budapest.
Gruñí.
—Demasiado cerca del corazón de Europa. Si hay algo aquí, no lo esconden en fábricas ni plantas químicas.
—No —respondió, ajustándose el abrigo—. Aquí lo entierran.
El auto que nos esperaba era viejo, de chapa oxidada, con un conductor que no dijo palabra. Nos llevó por caminos rurales, bordeando el Danubio como si siguiéramos una serpiente de agua en plena noche. La ciudad de Budapest brillaba a lo lejos, con sus cúpulas y puentes iluminados. Pero nuestro destino estaba en la dirección contraria: hacia el bosque, hacia lo que olía a tumba.
El coche se detuvo frente a una iglesia en ruinas, sus torres rotas contra el cielo. El aire olía a humedad, piedra vieja… y algo más. Carne guardada demasiado tiempo.
Bajé del auto con las garras apretadas bajo los guantes. El lobo gruñía dentro de mí, inquieto.
— No es fábrica. No es cuartel. Es cripta. Escóndete, Aleksander. Escóndete.
Sonya encendió una linterna y entró sin vacilar. Yo la seguí, las piedras crujiendo bajo mis botas. Dentro, los altares estaban derrumbados, las paredes cubiertas de grietas. Pero bajo el suelo, lo sentí. Un latido. Como un corazón enterrado.
Empujamos un bloque de piedra que ocultaba una escalinata estrecha. El aire que emergió era espeso, metálico, casi sólido. Bajamos.
El pasillo subterráneo se abría en cámaras enormes, sostenidas por columnas de hueso humano. Miles de cráneos incrustados en la piedra, como si hubieran usado cadáveres como ladrillos.
—Dios… —murmuró Sonya, aunque no era una oración.
Yo pasé la garra por uno de los cráneos. Aún olía a piel seca. No eran ruinas antiguas. Eran recientes.
Al fondo, vimos las cápsulas. No alineadas como en Berlín. Aquí estaban incrustadas en las paredes, como si crecieran de la piedra misma. Dentro, los cuerpos eran distintos. Algunos demasiado pequeños, como niños deformes. Otros demasiado grandes, sus extremidades retorciéndose contra el cristal.
Uno abrió los ojos. Eran completamente negros. Y me miraron.
— No son míos. No son tuyos. Son… algo más. — El lobo se agitó dentro de mí, gruñendo, retrocediendo.
Sonya se inclinó sobre la consola incrustada en el altar central. El encriptador encajó en un puerto oxidado. La pantalla chisporroteó y un nombre apareció en caracteres rojos, temblorosos:
“Proyecto: OSSARIO.”
El archivo se abrió mostrando imágenes: masas de cuerpos interconectados, piel cosida contra piel, bocas fusionadas, ojos compartidos. Criaturas que no eran individuos, sino colonias enteras de carne viva.
Mi garganta se cerró.
—Esto no es un ejército. Es un cementerio que camina.
La voz metálica del sistema rompió el silencio en húngaro
— Autenticación fallida. Seguridad activada.
Las cápsulas empezaron a vibrar. El cristal se resquebrajó.
Sonya giró hacia mí, con el encriptador aún en la mano.
—¡No hay tiempo! ¡Debemos destruirlo ahora!
Yo ya sentía las garras saliendo, el lobo aullando con furia. Afuera, el eco de motores y pasos retumbaba en los pasillos: las tropas llegaban otra vez. No había más opciones.
—Te sacaré viva, aunque tenga que enterrar a toda esta ciudad conmigo.
El cristal se rompió.
Y el infierno despertó.
El cristal estalló con un chillido agudo, como hueso quebrándose. El líquido oscuro se desparramó por el suelo, mezclándose con el agua estancada del subsuelo. Y entonces los cuerpos cayeron.
No eran soldados como en Berlín. Eran… amalgamas. Carne que nunca debió vivir.
Uno se arrastró hasta mí, cuatro brazos unidos en un torso sin cabeza, moviéndose como araña. Otro emergió del vidrio con dos rostros cosidos de lado a lado, ambos gritando en un coro desgarrado. Había más: cuerpos infantiles con mandíbulas dobles, gigantes sin ojos que caminaban a tientas con el cráneo abierto.
El hedor era insoportable: carne podrida, sangre química y tierra húmeda.
Sonya levantó el rifle y abrió fuego. El eco de las balas reventó el silencio del Ossario, pero los monstruos no caían. Sus cuerpos absorbían los impactos como barro. Uno de los proyectiles atravesó un cráneo, pero el cuerpo siguió avanzando, como si el dolor no existiera.
—¡Aleksander! —gritó Sonya, retrocediendo.
El lobo rugió dentro de mí, desbocado, y yo lo dejé salir.
Mi piel se desgarró, mis músculos estallaron en furia, y la bestia tomó el control. Salté sobre el primero, atravesando su torso con ambas garras y partiéndolo en dos. Pero su mitad inferior seguía moviéndose, arrastrándose hacia mí como un gusano.
Otro me golpeó por la espalda: un gigante de tres brazos, su mandíbula un agujero negro lleno de dientes como cuchillas. Me mordió el hombro, arrancando carne. Rugí, giré y lo destrocé contra una columna de cráneos. Los huesos humanos explotaron en polvo y el monstruo quedó clavado como un insecto.
Pero no se detenían. Nunca se detenían.
El suelo temblaba con sus pasos. Las cápsulas seguían rompiéndose, liberando más horrores. El Ossario entero despertaba.
Yo desgarraba, mordía, arrancaba miembros, y aún así, eran demasiados. Sus gritos eran coros de voces humanas, chillidos, lamentos. Cada criatura llevaba en sí el eco de quienes fueron usados para fabricarlas. Era como pelear contra un cementerio que gritaba mi nombre.
—¡Cuidado! —Sonya disparó sobre mi hombro, reventando un enjambre de criaturas pequeñas que trepaban como ratas mutadas. Sus cuerpos explotaron en sangre negra que me cubrió el rostro.