Sonya ya había abierto la mochila táctica. Sus manos trabajaban con rapidez quirúrgica, colocando cargas plásticas alrededor de las columnas principales. Yo mantenía a raya a las criaturas que aún se arrastraban desde las cápsulas rotas, aplastándolas bajo mis garras como si fueran insectos.
—¿Cuánto tiempo? —gruñí, desgarrando la cabeza de un torso que se movía solo.
—Cinco minutos, si quieres que todo este maldito templo caiga hasta el Danubio —respondió, encajando la última carga en una grieta cubierta de cráneos.
Me acerqué, respirando pesado, con la sangre negra escurriendo de mis brazos.
—Cinco minutos no nos alcanzará para salir.
—Es lo que hay, Aleksander. O todo se entierra, o volveremos a encontrar estas malditas cápsulas en otra ciudad.
Su lógica era inapelable, pero el lobo dentro de mí se agitaba impaciente. El Ossario entero estaba vivo, latiendo, como si se diera cuenta de nuestra intención.
La última carga quedó fijada en el altar central, justo sobre la consola incrustada en hueso. Sonya activó el temporizador y las luces rojas comenzaron a parpadear, un tic-tac que se sentía más fuerte que mi propio corazón.
Corrimos hacia la salida. El túnel estrecho se abría en el pasillo de piedra, iluminado por las luces del dispositivo. Todo vibraba, como si el lugar se resistiera a morir.
Y entonces lo vimos.
De la cámara más profunda emergió algo distinto. No era una amalgama torpe como las demás. No era un error de laboratorio. Era un gigante de más de seis metros, cubierto de placas óseas como armadura, con tres cráneos fusionados en un rostro único que rugía en coro. Sus brazos eran masas de carne endurecida, terminando en garfios brillantes como obsidianas.
Un Alfa del Ossario.
El suelo tembló bajo su paso. Los cráneos de las paredes se cayeron como lluvia. Y sus tres bocas gritaron juntas, un rugido que hizo vibrar mis huesos.
El lobo dentro de mí aulló, excitado.
— Ese es el verdadero enemigo. Déjame matarlo. — Avancé un paso, garras listas. Sonya me sujetó el brazo con fuerza.
—¡No! ¡No hay tiempo, Aleksander!
Miré el reloj en su muñeca. Noventa segundos.
El gigante cargó hacia nosotros, su sombra cubriéndonos por completo. Yo solté un rugido, dispuesto a lanzarme contra él, pero en ese momento el primer explosivo detonó.
El estallido sacudió todo el subsuelo. Una columna de hueso estalló, sepultando a varias criaturas menores. El techo comenzó a caer en pedazos.
El Alfa rugió de dolor y furia cuando la onda expansiva lo alcanzó, partiéndole una de sus mandíbulas.
—¡Ahora! —gritó Sonya, tirando de mí.
La tomé en brazos y corrí como un animal desbocado. El Ossario explotaba a nuestro alrededor, columnas cayendo, el suelo partiéndose bajo nuestros pies. El gigante aún intentó seguirnos, pero las explosiones lo alcanzaron de lleno, sepultándolo en roca y fuego.
El túnel se derrumbaba a cada segundo. Yo corría entre cascotes y llamas, saltando sobre grietas abiertas, con Sonya aferrada a mi cuello.
La última carga detonó justo cuando alcanzamos la escalinata. El estallido nos lanzó hacia la superficie, la iglesia en ruinas explotando detrás de nosotros en una nube de fuego y polvo.
Caímos rodando entre piedras y tierra húmeda, cubiertos de ceniza. El aire de la noche nos golpeó como un balde de agua helada.
A nuestras espaldas, el Ossario se hundía. La tierra entera temblaba como si hubiera tragado un monstruo que jamás debió existir. El rugido del Alfa se escuchó por última vez, apagándose bajo toneladas de escombros.
Me quedé de rodillas, respirando sangre y humo, mientras el lobo aún rugía dentro de mí, ansioso por terminar lo que había empezado.
Sonya, jadeando, se levantó a mi lado. Su rostro estaba cubierto de polvo, pero sus ojos brillaban con la misma dureza de siempre.
—Lo enterramos.
Yo gruñí, mirando la nube negra que ascendía hacia el cielo nocturno.
—Por ahora.
El mapa aún tenía más puntos rojos.
Y cada uno sería peor que el anterior.
La iglesia en ruinas ardía como un faro maldito. A lo lejos, las sirenas comenzaron a cortar la noche, cada una acercándose más. Helicópteros rugían en el cielo, y el suelo bajo mis botas aún vibraba por el colapso del Ossario.
Sonya me tomó del brazo, forzándome a moverme.
—¡Debemos desaparecer ya, Aleksander!
Yo gruñí, el pecho subiendo y bajando como un fuelle. El lobo no quería huir. Quería terminar lo que empezó, regresar a los escombros y arrancar al Alfa en pedazos aunque estuviera sepultado. Pero la lógica de Sonya era una cadena que me mantenía en pie.
Nos internamos en el bosque. La humedad era espesa, y las ramas secas crujían bajo nuestro paso. Sonya corría ligera, con el encriptador apretado contra el pecho. Yo iba detrás, cubriéndola, mis sentidos abiertos.
Los escuchaba. Tropas húngaras acercándose, hombres con fusiles y perros. El olor a pólvora, sudor y miedo llenaba el aire.
—No podremos ocultarnos mucho tiempo —gruñí.
—No tenemos que ocultarnos —replicó ella, sin dejar de correr—. Solo llegar al río.
El Danubio. El viejo río que corría como una serpiente negra a unos kilómetros de allí.
Pero las sombras ya nos rodeaban. Los faros de los vehículos militares rasgaban la oscuridad. Disparos resonaron entre los árboles. Una bala silbó junto a la cabeza de Sonya y la hizo agacharse.
— Protégela o la pierdes. — El lobo rugió en mi interior.
Sin pensarlo, lo dejé salir.
Mis músculos se inflaron, la piel se abrió con vapor oscuro, y mis garras destrozaron la primera línea de soldados que nos cerraban el paso. Sus cuerpos cayeron mutilados entre ramas y sangre. El olor metálico llenó mi boca.
Sonya no gritó. No temió. Simplemente siguió corriendo mientras yo abría el camino a zarpazos.
Salté sobre un jeep que bloqueaba el sendero. Lo volqué de un golpe, arrancando al conductor y partiéndolo en dos con un rugido. Las balas se incrustaban en mi carne, pero el fuego de la bestia cerraba las heridas antes de que pudieran matarme.