El refugio no era más que una cabaña de madera en medio del bosque, perdida entre los árboles como si el tiempo la hubiese olvidado. No había electricidad, apenas velas y una chimenea apagada. El lugar olía a humedad y polvo, pero al menos era silencio. Silencio después del infierno.
Sonya cerró la puerta tras nosotros, asegurándola con un cerrojo oxidado. Su respiración era entrecortada, no por miedo, sino por agotamiento. Desde que dejamos el Ossario no había soltado el encriptador. Era su ancla, su arma, su esperanza.
Se dejó caer sobre una silla vieja, el cabello empapado pegado a su rostro. La luz temblorosa de la vela la hacía ver como un espectro: la sombra de la hija de un presidente muerto, convertida en general de una guerra que nadie sabía que existía.
—Amanecerá en unas horas —dijo con voz cansada, encendiendo la chimenea con una caja de fósforos—. Tengo contactos que vendrán al amanecer. Nos llevarán fuera del país.
Yo me quedé de pie, mirando el fuego prender lentamente. El calor no me alcanzaba. El lobo no sentía frío. Lo único que sentía era hambre.
No de carne humana. Esa batalla ya la había ganado muchas veces, aunque cada victoria era un filo más en la cuerda de mi mente. Pero había otra hambre, una necesidad más brutal: mantenernos vivos. Mantenerla a ella viva.
La miré. Sonya estaba pálida, los labios agrietados. No había comido en casi dos días. En la huida, solo había vivido de café, pólvora y rabia.
— Aliméntala. Ella es tu manada. Sin ella, mueres.— El lobo gruñó en mi interior. Cerré los ojos un instante. Cuando los abrí, ya había decidido.
—Quédate aquí —dije, mi voz más ronca de lo normal.
—¿A dónde vas? —preguntó, levantando la mirada con desconfianza.
—A cazar.
No esperé su respuesta. La puerta crujió al cerrarse tras de mí.
La noche del bosque me recibió con un aire húmedo y pesado. El Danubio corría no muy lejos, con su murmullo eterno. Olí. Escuché. Sentí. Y cuando la bestia se agazapó bajo mi piel, no la resistí.
Me transformé bajo la luna, huesos partiéndose, músculos desgarrándose, hasta que el lobo salió completo. El aire se llenó de mi vapor oscuro y mis ojos brillaron con hambre.
La caza comenzó.
Corrí entre los árboles como un espectro. Los ciervos levantaron la cabeza antes de que pudieran huir. Salté sobre uno, quebrándole el cuello de un zarpazo. La sangre caliente llenó mi boca, quemándome la garganta. No era festín, era supervivencia.
Cacé dos más, sus cuerpos cayendo pesados entre raíces y hojas húmedas. No era solo para mí. Era para ella.
Cuando regresé, arrastraba uno de los ciervos sobre mi espalda. Mis garras dejaban surcos en la tierra húmeda.
Sonya abrió la puerta al oír mis pasos. No dijo nada. Solo me miró con esos ojos fríos y azules, viendo al monstruo frente a ella. Pero no retrocedió.
Dejé el cuerpo del ciervo frente al fuego de la chimenea, el humo de la sangre aún caliente llenando la cabaña. Volví a mi forma humana, jadeando, cubierto de sudor y ceniza.
—Come —le ordené, con la voz rota.
Ella se arrodilló junto al cadáver. No con asco. No con sorpresa. Con una calma calculada. Sacó un cuchillo de su cinturón y comenzó a cortar la carne con precisión, como si hubiera hecho esto toda su vida.
—Nunca pensé que aceptaría cenar así —dijo en voz baja, casi con ironía.
Yo me dejé caer contra la pared, observándola mientras comía. La sangre le manchaba los labios, pero sus ojos estaban más vivos que antes.
— La has alimentado. Tu manada vive. — El lobo dentro de mí se tranquilizó.
Sonya levantó la vista hacia mí, con un hilo de fuego reflejándose en su mirada.
—Aleksander… cada vez que usas al lobo, siento que pierdes más de ti.
Gruñí, apartando la mirada hacia la ventana, hacia el bosque oscuro.
—Tal vez sea lo único que queda de mí.
El silencio nos envolvió. Solo el crujido de la carne sobre el fuego, el murmullo del río, y el eco distante de una ciudad que no sabía lo cerca que había estado de morir.
Al amanecer, saldríamos de Hungría hacia el próximo punto rojo. Pero esa noche, el lobo había cazado para los dos.
El fuego de la chimenea se consumía lento, iluminando la cabaña con destellos rojos como brasas de un infierno contenido. Sonya había comido lo suficiente para no desplomarse, pero sus párpados pesaban como plomo.
—Duerme —le dije, seco, sin apartar la vista de la ventana.
Ella negó con la cabeza, obstinada.
—No puedo. No sé si nos rastrearán.
—Yo me encargo. —Gruñí bajo, más orden que sugerencia—. Si no duermes ahora, mañana estarás muerta.
Me miró un segundo más, como evaluando si podía confiarme la noche. Luego asintió, con esa frialdad calculada que siempre llevaba, y se dejó caer sobre el catre de madera.
En minutos, estaba dormida. El encriptador descansaba bajo su mano, como si temiera que se lo arrebataran en sueños.
Yo me quedé de pie frente a la puerta, con la espalda recta y las garras apenas extendidas, observando la línea oscura del bosque. Cada crujido de rama, cada soplo de viento, lo sentía como un golpe en la piel.
El lobo no dormía.
— Déjala. Salgamos. Hay presas afuera, más frescas que ese ciervo. Hay sangre esperando. Carne caliente, Aleksander.
—Calla —susurré entre dientes, apretando los puños hasta que mis nudillos crujieron.
— Callar no cambia lo que somos. No somos su guardián. Somos su verdugo en espera. — Ignoré la voz. Me forcé a mantener la respiración lenta, los ojos abiertos, los sentidos extendidos más allá de los árboles.
Las horas pasaron como cuchilladas lentas. El fuego se redujo a cenizas, la luna se arrastró entre las nubes, y yo seguía ahí, en tensión, como si fuera parte de la madera de esa cabaña.
Cada tanto giraba la cabeza hacia ella. Sonya dormía profundamente, el rostro relajado en un gesto que nunca mostraba despierta. Allí, en ese silencio, parecía una niña, no la estratega que movía piezas en un tablero lleno de cadáveres.