vehículo se sacudía sobre el camino de tierra, las ruedas hundiéndose en el barro. El amanecer teñía de rojo los árboles, como si el bosque mismo ardiera. Dentro, el silencio era pesado.
Sonya rompió el mutismo primero
—¿Qué encontraron en Budapest antes de que llegáramos?
El hombre del asiento delantero, de rostro enjuto y voz gastada, habló sin girarse
—Movimientos extraños en las zonas industriales. Camiones entrando de noche, nunca saliendo. Y barcos en el Danubio, sin registro oficial. Todo indica que lo del Ossario no era un secreto aislado.
El otro, con un cigarrillo apagado entre los dientes, añadió.
—Se habla de un cargamento que viajó hacia el oeste. Berlín no fue el único laboratorio. Al menos tres más en ruta… uno en Francia.
Sonya anotó algo en un cuaderno. Sus manos parecían estables, pero su pulso era rápido, lo escuchaba desde aquí.
—El mapa tenía razón. El siguiente punto rojo está allí.
Gruñí bajo, recostándome en el asiento trasero.
—¿Y qué esperan crear? Lo del Ossario ya era una aberración suficiente.
El hombre del cigarrillo me miró por el espejo retrovisor. Había miedo en sus ojos, aunque intentaba ocultarlo.
—Dicen que no son soldados. Que están fabricando dioses.
No respondí. Solo sentí al lobo sonreír en mi interior.
— Entonces los mataremos como a dioses caídos.
Llegamos a una pista improvisada en medio del campo. Un avión pequeño nos esperaba, camuflado con pintura gris. Nadie habló mucho. El despegue fue rápido, sin registros, sin testigos.
Durante el vuelo, el murmullo de los motores me mantenía alerta. Sonya se había quedado dormida unos minutos, la cabeza recostada contra la ventanilla, su cuaderno abierto en el regazo. Dibujos de las cápsulas, esquemas de explosivos, rutas marcadas en rojo.
Yo no dormí. No podía. El lobo no permitía descanso. Solo pensaba en lo que vendría.
Francia.
El avión aterrizó en una zona boscosa cerca del Loira. Desde el aire vi las ruinas de una instalación cubierta de vegetación, como si la tierra hubiera intentado tragársela. Pero incluso desde arriba, el hedor químico me golpeó: carne podrida y metal.
Sonya me miró cuando descendimos por la rampa. Sus ojos brillaban con determinación.
—Aquí.
Asentí, mis garras apretando el aire.
—Aquí.
La infiltración comenzó al caer la noche.
El bosque era denso, húmedo, con insectos zumbando como si presintieran lo que dormía bajo el suelo. Nos movimos agachados, siguiendo un sendero apenas visible entre raíces.
La entrada estaba custodiada por dos guardias armados. Humanos. Sus corazones latían con fuerza; podía oírlos desde la maleza. El lobo se lamió los colmillos.
Me lancé antes de que Sonya levantara su arma. Una sombra entre sombras. Les arranqué la garganta en silencio y arrastré los cuerpos al bosque. La sangre aún tibia impregnó el suelo.
Sonya no me detuvo. Solo murmuró.
—Rápido.
Entramos por un pasillo estrecho excavado en la roca. El aire estaba impregnado de humedad y óxido, con un zumbido eléctrico que vibraba en mis huesos. Cada paso nos llevaba más adentro, hacia un vientre oscuro.
Al fondo, escuchamos algo. No respiración. No pasos. Era un murmullo coral, como cientos de voces rezando en un idioma roto.
Me estremecí.
— Eso no es oración. Es hambre. — El lobo gruñó bajo.
Avanzamos. Las paredes estaban cubiertas de símbolos extraños pintados con sangre seca. Y de pronto, la cámara se abrió ante nosotros.
Cientos de cápsulas alineadas, iluminadas por luces verdes. Pero estas no contenían híbridos deformes. Eran distintos. Más uniformes. Más… perfectos.
Altos, simétricos, cada cuerpo con músculos definidos, sin cicatrices, con rostros idénticos, como si hubieran copiado un molde divino. Ojos cerrados, respirando dentro del líquido, esperando.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
—No son soldados —susurré—. Son copias.
Sonya miró los cuerpos, el rostro endurecido.
—Están fabricando un ejército de espejos.
El murmullo coral se volvió un rugido bajo, y los ojos de las primeras cápsulas comenzaron a abrirse.
No eran humanos.
No eran bestias.
Eran algo nuevo.
El murmullo coral se volvió un grito.
Las cápsulas comenzaron a temblar, las juntas metálicas crujiendo como si algo desde adentro empujara con furia. El líquido verdoso burbujeaba, y los cuerpos dentro abrían los ojos al unísono.
No eran ojos humanos. Eran espejos de obsidiana, sin pupilas, reflejando mi rostro distorsionado.
—¡Aleksander! —la voz de Sonya me jaló a la realidad—. ¡A la consola, ahora!
Me lancé entre las cápsulas, desgarrando cables y tuberías con las garras. El suelo se inundaba de líquido viscoso. Pero era tarde.
La primera cápsula estalló. El cuerpo salió disparado, cayendo sobre mí. Su piel brillaba bajo las luces, sin cicatrices, perfecta. Pero sus músculos eran de acero. Su puño me golpeó el pecho y sentí mis costillas quebrarse.
Rugí, lo atrapé del cuello y lo partí contra el suelo, la sangre salpicando mi rostro. Apenas respiró un segundo antes de romperse en dos bajo mi garra.
Otras cápsulas se abrían, una tras otra, como un coro macabro despertando. Decenas de ellos, idénticos, perfectos, todos con el mismo rostro sin alma.
La batalla estalló.
Uno me mordió la pierna, los dientes atravesando la carne como hierro al rojo vivo. Otro se abalanzó sobre mi espalda, hundiendo sus garras en mi hombro. Rugí con la furia del lobo, desgarrando, arrancando, bañando el pasillo en sangre negra y verde.
Sonya disparaba sin descanso. Cada bala le destrozaba un cráneo, pero por cada uno que caía, dos más surgían.
—¡Demasiados! —gritó entre el estruendo.
Yo ya no pensaba. Solo mataba. Mis garras atravesaban los torsos, mis colmillos arrancaban gargantas. El suelo se volvió un río espeso de vísceras. Los clones no gritaban. No lloraban. Solo atacaban, mudos, incansables, como si fueran sombras vivas.