Código Solovyev

Epílogo

Francia julio año 2**** ( 1 año y 6 meses desde la batalla de la cripta)

El silencio fue lo primero que sentí.

Un silencio espeso, como si el mundo hubiera dejado de respirar. Después, el olor: hierro, podredumbre, carne rota. Y mi cuerpo. Pegajoso. Empapado. No de agua. De sangre.

Abrí los ojos. No reconocí dónde estaba. El techo de la instalación ya no existía. La explosión había abierto un cráter, y lo único que quedaba eran escombros humeantes. Yo estaba entre ellos, semidesnudo, la piel marcada con cortes, mi respiración áspera.

Bajo mi brazo, algo cálido.

Sonya.

Estaba inconsciente, el rostro pálido, los labios secos. Su hombro derecho era un desastre: la carne abierta, la sangre seca mezclada con la fresca, y el hueso asomando bajo la piel. Su respiración era débil, pero seguía ahí.

La cubría con mi cuerpo como si hubiera intentado protegerla incluso inconsciente.

Gruñí, apretando los dientes. El lobo estaba quieto ahora, satisfecho, adormecido. Como una bestia que había devorado demasiado y se escondía en las sombras para digerir.

—No me dejes, maldita sea… —murmuré, sacudiéndola suavemente.

No respondió. Solo un gemido débil.

Me incorporé como pude, cada músculo protestando, y la cargué en brazos. Ligera. Más ligera de lo que debería. Su calor se apagaba.

No podía quedarme allí. Vendrían. Hombres, más bestias, no importaba. Vendrían.

Me interné en el bosque, con ella pegada a mi pecho. Cada paso era un tormento, pero el instinto me guiaba: buscar refugio, buscar sombra, buscar un lugar donde la sangre no atrajera a los carroñeros.

Tras una hora de caminar entre raíces y barro, encontré una cueva pequeña, apenas un hueco abierto entre rocas cubiertas de musgo. No era segura, pero era algo.

La deposité suavemente sobre el suelo de piedra. La luz del amanecer entraba débil, iluminando su rostro. Se veía tan frágil que por un instante me dolió mirarla.

Arranqué mi camisa hecha jirones y presioné la herida de su hombro. Ella gimió, los ojos entreabriéndose apenas.

—Shhh… —murmuré, con la voz más grave que un rugido—. Aguanta. No te mueras ahora.

La sangre empapó mis manos. El olor era insoportable, pero no para el lobo: lo excitaba. Lo sentía moviéndose en mis entrañas, murmurando.

Deja que la carne cierre. Usa mi fuerza. Usa mi don.

Apreté más fuerte. No podía dejarme dominar. No ahora. Ella necesitaba claridad, no monstruosidad.

Busqué en mis bolsillos, en los restos de su mochila que había logrado traer. Un pequeño botiquín. Alcohol, vendas, suturas básicas. Nada suficiente. Pero era lo único.

Limpié como pude la herida, ella despertando apenas con el dolor, su respiración agitada. Cuando el alcohol tocó la carne, su cuerpo entero se arqueó y un gemido se le escapó.

—Tranquila, Sonya. —Mi voz se quebraba, áspera—. Si mueres aquí, nada habrá valido la pena.

Cosí la piel desgarrada con manos que temblaban, no de miedo, sino de rabia contenida. Cada puntada era un insulto al mundo, a Mueller, a la empresa, a mí mismo por no haberla protegido antes.

Al terminar, vendé su hombro lo mejor que pude y me senté contra la pared de piedra, agotado, mi respiración un gruñido constante.

Ella dormía, pálida, pero su pulso estaba más firme. Viva.

El bosque afuera seguía en silencio. Demasiado. Como si esperara que yo volviera a convertirme en la bestia de antes.

Pasé una mano por su frente sudorosa y juré en voz baja, con un filo de acero en cada palabra.

—Mientras yo respire, nadie más pondrá sus manos sobre ti. Nadie.

El lobo rió en mi interior, satisfecho, como si entendiera que esa promesa no era solo mía. Era nuestra.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.